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miércoles, 9 de octubre de 2013

Crónica en primera persona de la Peregrinación de la Hermandad del Rocío de Córdoba

Ya he vuelto y tengo que decir, que con ganas de volver.

El sábado, cuando sonó el despertador, aun habiendo dormido pocas horas, saltamos literalmente de la cama, para ir hacia el pueblo de Almonte y partir, desde allí, hasta los pies de Nuestra Señora del Rocío.


Nuestro camino empezó donde finaliza el suyo cada 7 años, El Chaparral, pues es allí donde ya le descubren su bello rostro y empieza su procesión por el pueblo hasta llegar a la parroquia.

Bajo un sol de justicia, la Hermandad se adentró entre pinos y arena hasta descansar para rezar el Angelus y tener esos momentos de hermandad que tanto nos gustan.



Sobre las 13:30, cruzamos hacia la otra linde para ir buscando el lugar para almorzar y sestear. Una vez instalados, y ante el azulejo, pedimos el amparo y la protección de la Señora y su Bendito Hijo, como los rocieros sabemos hacer, rezando cantando.

Una vez, descansados, la Hermandad se quedó recogiendo para reanudar de nuevo su camino, pero dos hermanos y yo, nos adelantamos para hacer el camino de la Virgen entero, lo que conocemos como “las parcelas”, ya que la Hdad. iba a coger por el camino alternativo.

En los momentos de soledad por el camino, Ricardo y Agustín, que así se llaman mis acompañantes, y yo, vivimos momentos de profundas reflexiones, así como de risas y emociones.


Nosotros tres, llegamos directos a la ermita, ya que llegamos con bastante tiempo de antelación y no la habíamos visto la noche anterior, porque llegamos muy avanzada la noche al Rocío.


El grupo numeroso de la Hermandad llegó a la casa hermandad bajo la música celestial del campanario de la casa y ya, todos juntos, nos dirigimos al Santuario para el rezo de Santo Rosario junto a las hermandades, que como nosotros tenían su misa anual: Macarena, Ayamonte y Priego.


La entrada y salida del Simpecao de Córdoba en la ermita, hizo vibrar a los allí presentes. Gracias, David, por regalarnos tan bella estampa en tan mágico lugar.


Hasta los más pequeños de nuestra orgánica, Gonzalo y Mario, aunque venían cansados del camino, sabían de la importancia del acto, y allí estuvieron, junto a sus Padres, Paco y Magdalena, y la Hermandad, dando muestra públicamente de su amor a la Virgen.

De vuelta a la casa, hubo un momento, que sólo Ella sabe el porqué lo hace… Hacia la mitad del camino de regreso, en la plaza Doñana, un niño de Almonte, había salido de su casa cogiendo un Simpecao chiquito, que él, junto a alguien mayor de su familia, había confeccionado. La Hermandad, tuvo a bien, volverle el nuestro, y poner los dos frente a frente. La semilla, hay que regarla; y de eso sabe mucho ese pueblo. Es por ello, que creo, que la Señora, tuvo a bien que ese niño, que algún día será Hombre de la Virgen, viviera lo que sucedió.

Después de cenar, y con el corazón palpitando de emoción y nerviosismo por el día siguiente, pudimos compartir momentos mágicos con hermanos de la Hermandad del Perdón, entre los que podemos destacar al párroco de la Parroquia de la Trinidad.

Junto a él y el grupo de hermanos, entre los que se encontraban también hermanos de la Hermandad de Málaga, pudimos vivir un momento que sólo allí se puede vivir. 

La capilla a media luz. El Simpecao sólo iluminado por la luz de la candelería y ante la reja, un grupo de hermanos, aunque con distinta medallas, sólo una ilusión, sólo un amor… la Virgen.

Bajo las estrellas de las marismas, y frente a frente con el Simpecao, rezos en forma de plegarias, de sevillanas, de esas que llamamos “de escuchar”. Cada uno, en sus adentros, estaríamos pediéndole algo o simplemente dándole gracias por encontrarnos allí. Se vieron lágrimas rodando por las mejillas, sonrisas en los labios, abrazos de hermanos… En definitiva, fue un momento imborrable para los que en aquel momento, la Virgen, deseó que estuviéramos allí.


Sí, por ese mágico momento, la noche se alargó mucho más de la cuenta, pero el domingo, volvimos a pegar un salto de la cama. Ella nos estaba esperando.


Con la ilusión de volver a ver a una Madre, Córdoba inició el camino a la ermita para la Sagrada Eucaristía. Como cada año, emocionante. Durante la misma, se dio lectura del Decreto de Hermanamiento de la Hermandad del Rocío y el Perdón, y tras el canto de la salve y los vivas del Hermano Mayor, Córdoba salió de nuevo de su ermita para convivir en el patio de nuestra casa.

Una vez allí, a las 12:00 rezamos el Ángelus y fue el momento de descubrir el azulejo conmemorativo del hermanamiento entre las dos hermandades de Córdoba, la del Perdón y la del Rocío.


Tocaba ir recordando todo lo vivido, pero nuestra Madre nos tenía reservado aún el mejor de los momentos por vivir, aún siendo el más triste para un rociero, el momento de guardar el Simpecao en el cajón.

Cuando apareció por el patio repleto de personas, el coro infantil de Villa del Río, entonó una hermosa plegaria que hizo que se erizara la piel de todos los allí presentes. Pero creo, y estoy segura que muchos hermanos así lo pensaran, después de la salve, el momento más emotivo fue, cuando una hermana se arrancó por colombianas. Unas colombianas dedicadas a las camaristas de la Virgen. Camaristas que, en aquel preciso momento, cuidaban y mimaban a ese cachito de cielo que es el Simpecao, tal y como decía la letra de la canción.

Cada uno de nosotros habrá llegado a Córdoba con unas vivencias, unos recuerdos, pero sólo os puedo hablar de los míos. Y los míos, son recuerdos y vivencias, que se guardarán eternamente en el cofre de mis recuerdos rocieros.

Gracias a todos aquellos que han hecho que esta peregrinación haya sido inolvidable.


Raquel Medina Rodríguez














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