Estamos tan acostumbrados a ver cruces por todas partes (en las iglesias, en algunas casas, aulas y salas de hospital, en los cementerios, en obras de arte.) que casi hemos olvidado su auténtico sentido, reduciéndolo a un adorno religioso totalmente domesticado. La cruz es el símbolo cristiano que alude a la crucifixión de Jesús. La crucifixión era una de las formas de ejecución aplicadas en el Imperio romano, reservada especialmente para los esclavos, y utilizada con anterioridad, masivamente, por los persas, entre otros pueblos. Pero ya desde los inicios cristianos fue un símbolo controvertido. Las representaciones de la crucifixión (no tanto la sola imagen de la cruz) eran muy raras en los primeros siglos cristianos porque parecían incompatibles con la divinidad de Jesús. En Occidente, las representaciones más antiguas datan del siglo V: en un relieve de marfil de Lombardía, fechable entre los años 420 y 430, y en otro relieve xilográfico sobre la puerta de Santa Sabina de Roma, del año 432, aproximadamente. Ambos relieves pretendían representar la resurrección de Jesús.
Precisamente, la crucifixión es el acontecimiento de la vida de Jesús más incontrovertible desde un punto de vista histórico. ¿Qué sentido tendría inventarse la crucifixión, símbolo de maldición y fracaso, de quien luego sería considerado un salvador? El sentido transgresor y sobre todo escandaloso de la cruz ya fue señalado por el apóstol Pablo: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Cor 1, 23). Escándalo para los judíos porque de entre las figuras salvadoras que estos esperaban, destacaba la de un Mesías triunfante, un descendiente del rey David cuyo poderío militar acabaría con la dominación romana. Locura para los gentiles porque la concepción grecorromana de divinidad era incompatible con la muerte en cruz.
Las tensiones con el sacerdocio judío y, sobre todo, la amenaza que vieron en su mensaje sobre el Reino de Dios las autoridades romanas, responsables últimas de su condena y ejecución, fueron la causa que llevó a Jesús a ser crucificado. Por esta razón, la cruz conlleva un claro carácter subversivo, no obstante diluido por la 'domesticación' que con el trascurrir del tiempo se ha hecho de ella. La imagen del crucificado debiera ser, también hoy, motivo de escándalo para los poderes o grupos opresores y motivo de esperanza para muchos amenazados (por la injusticia, la violencia, el hambre.). Escándalo para unos por lo que conlleva de denuncia de las situaciones de injusticia; motivo de esperanza para otros por lo que significa, unida a la resurrección de Jesús, de salvación por parte de Dios.
En este sentido, conviene hacer una aclaración teológica. Todavía en la mente de muchas personas pervive la idea de que Jesús fue enviado por Dios expresamente para morir en la cruz y, así, redimir al ser humano de sus pecados. Esta concepción tiene su origen, en gran medida, en la interpretación de la redención que Anselmo de Canterbury hizo en el siglo XI. Anselmo entendió que el pecado del hombre causa una ofensa infinita a Dios (en su época la gravedad de la ofensa se medía por la dignidad del ofendido). Dado que el ser humano es finito y limitado, es incapaz de reparar tal ofensa infinita. Es preciso un ser infinito para satisfacer el honor ofendido de Dios, de modo que este tiene que encarnarse, a fin de constituir ese ser infinito que repare semejante ofensa, y tiene que encarnarse en un hombre porque es el ser humano quien debe reparar la ofensa. Jesús, Dios hecho hombre, muere y merece con su muerte la reconciliación de Dios porque, así, repara tamaña ofensa.
Esta interpretación anselmiana tuvo mucho éxito en la Iglesia latina, pero nos deja la imagen de un Dios que envía a la muerte a su Hijo inocente para salvarnos. ¿No es esta una imagen divina cruel, totalmente alejada del Dios Padre amoroso que el mismo Jesús dio a conocer? A Anselmo hay que reconocerle el mérito de intentar, con las categorías culturales de su tiempo, explicar el misterio de la redención. Pero nuestra cultura actual requiere de otras categorías que permitan una mejor comprensión de tal misterio.
Jesús muere en la cruz porque llevó hasta sus últimas consecuencias el anuncio del Reino de Dios y su fidelidad, libre y gratuita, al Padre, quien respondió amorosamente a su entrega con su resurrección. La cruz sola se queda en fracaso, pero la resurrección la llena de sentido. No parece lógico pensar que Dios quisiera que su Hijo muriera en la cruz, como tampoco desea el sufrimiento absurdo e injustificado de ningún ser humano. Pero, en un mundo dominado por la injusticia, sus responsables difícilmente se convierten y la cruz (la muerte violenta) acaba siendo el destino final de muchos de quienes se enfrentan al mal con el bien. La resurrección de Jesús es el sí de Dios al Hijo, pero también el sí salvador de Dios a toda la humanidad, particularmente a todas las víctimas de la Historia. El Dios cristiano ni es cruel ni necesita de la violencia para llevar a los hombres a su plena realización. En la tradición bíblica, Dios es el dador de la vida, no el autor de la muerte. ¿No debiera la Iglesia, en primer lugar, hacer un esfuerzo mayor por dar a conocer este Dios misericordioso a los hombres y mujeres de nuestra cultura secularizada? Quizá, entonces, algunas de sus propuestas se entiendan mejor.
Juan Luís de León Azcárate
Profesor de la Facultad de Teología
de la Universidad de Deusto