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viernes, 13 de junio de 2014

El cáliz de Claudio: La ciudad que sonríe


Cuando la vaguedad, la desidia y la pereza te han invadido solo te queda sonreír. Si no lo haces, aparte de estar sumido en una escuálida condición, serás parte de un envilecimiento aun más ruin. No hablamos aquí de cofradías, al menos no de su conjunto, sino de algo más global, más aterrador. De una ciudad que ni siquiera se atreve a mirarse porque ya ni llega a ser una caricatura de lo que fue.

No hablamos de sostener en el tiempo la grandeza sostenida de otras civilizaciones. Es imposible. Es ver como caes al vacío sin red ni nada que pare el golpe perpetuo en una ciudad asolada por los tintes provincianos que se refugian en la ortodoxia anclada al inmovilismo. El mismo que se refleja en las caras de dirigentes locales que transitan desde el esperpento a la apatía solo removida cuando se presenta la ocasión de una buena foto, pasando por aquellos que parecen un rostro retocado por un programa de diseño digital, tras los que se halla el nihilismo más chusquero, que no castizo, que ni para castizos servimos.

Aún resuenan en mis oídos los ecos de hace tres años cuando cierto miembro de una candidatura electoral se vanagloriaba de todo lo que iban a hacer. Mil días después, de aquellos cantos de sirena, queda un altar del Corpus desplazado (¿Dónde estará el realce que entonces prometía?), una inversión o subvención (las cofradías deberían autofinanciarse y evitar servidumbres) en barrena, multas a bandas por ensayar al aire libre como si la música –cofrade o popular- pudiera circunscribirse a la casa insonorizada de uno, una feria en declive en la que las cofradías persisten aferradas a cuantos obstáculos se le pretendan poner y seguir dando la cara por los errores ajenos, o ausencias sonoras o invisibles del máximo responsable cuando toca estar.

Pero esto es anecdótico, casuístico. Los problemas hunden sus raíces en lo profundo. Y, que nadie se lleve a engaño o pretenda confundir, no estoy escribiendo de política o, al menos, en la acepción común y vulgar que nos mantiene aletargados con noticias manidas y recurrentes en prensa. Nadie vendrá a salvarnos porque, quizá, seamos nosotros mismos los que deberíamos hacerlo y ni queremos ni, probablemente sabemos. Y así seguiremos vanagloriándonos de gente echada a la calle, no para tomarla y hacerla suya, sino para faltar al respeto de cualquier manifestación. Cualquiera. No seamos tan engreídos y creamos que solo se ataca a lo cofrade y, por extensión, a lo religioso.

Miremos al horizonte y pongamos las caras actuales que se dibujan en recortes de prensa ¿Creen, sinceramente, que alguna nos salvará? ¿Qué se trata de una cuestión de rojos y azules? ¿Qué miramos a nuestras hermandades con la perspectiva ancha y generosa de quienes miran al futuro como un hogar que dejar?

Son figuras retóricas porque la respuesta ya se sabe. Ahora piensen en nuestros dirigentes cofrades, no en todos, pero sí en un nutrido número. Interróguense igual que antes. Lo mismo. Una inquietud de juguete que aspira a grabar su nombre en una placa, a dejar su rostro en un marco, a jactarse del año que se subió al atril, a acariciar la serpiente que todo martillo lleva consigo a ver si le pica, a saludar de traje vara en mano…

… En fin, una tabla rasa, una definición de estilo, una forma de entender (la que sea, pero una) y hacer las cosas consecuente. Demasiado para una ciudad que cree que sonríe, cuando es el lado del rostro –fúnebre y opaco- de un arlequín.

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