Cuando la vaguedad, la desidia y la pereza te han invadido solo te queda sonreír. Si no lo haces, aparte de estar sumido en una escuálida condición, serás parte de un envilecimiento aun más ruin. No hablamos aquí de cofradías, al menos no de su conjunto, sino de algo más global, más aterrador. De una ciudad que ni siquiera se atreve a mirarse porque ya ni llega a ser una caricatura de lo que fue.
No hablamos de sostener en el
tiempo la grandeza sostenida de otras civilizaciones. Es imposible. Es ver como
caes al vacío sin red ni nada que pare el golpe perpetuo en una ciudad asolada
por los tintes provincianos que se refugian en la ortodoxia anclada al
inmovilismo. El mismo que se refleja en las caras de dirigentes locales que
transitan desde el esperpento a la apatía solo removida cuando se presenta la
ocasión de una buena foto, pasando por aquellos que parecen un rostro retocado
por un programa de diseño digital, tras los que se halla el nihilismo más
chusquero, que no castizo, que ni para castizos servimos.
Aún resuenan en mis oídos los
ecos de hace tres años cuando cierto miembro de una candidatura electoral se
vanagloriaba de todo lo que iban a hacer. Mil días después, de aquellos cantos
de sirena, queda un altar del Corpus desplazado (¿Dónde estará el realce que
entonces prometía?), una inversión o subvención (las cofradías deberían
autofinanciarse y evitar servidumbres) en barrena, multas a bandas por ensayar
al aire libre como si la música –cofrade o popular- pudiera circunscribirse a
la casa insonorizada de uno, una feria en declive en la que las cofradías
persisten aferradas a cuantos obstáculos se le pretendan poner y seguir dando
la cara por los errores ajenos, o ausencias sonoras o invisibles del máximo
responsable cuando toca estar.
Pero esto es anecdótico,
casuístico. Los problemas hunden sus raíces en lo profundo. Y, que nadie se
lleve a engaño o pretenda confundir, no estoy escribiendo de política o, al
menos, en la acepción común y vulgar que nos mantiene aletargados con noticias
manidas y recurrentes en prensa. Nadie vendrá a salvarnos porque, quizá, seamos
nosotros mismos los que deberíamos hacerlo y ni queremos ni, probablemente sabemos.
Y así seguiremos vanagloriándonos de gente echada a la calle, no para tomarla y
hacerla suya, sino para faltar al respeto de cualquier manifestación.
Cualquiera. No seamos tan engreídos y creamos que solo se ataca a lo cofrade y,
por extensión, a lo religioso.
Miremos al horizonte y pongamos
las caras actuales que se dibujan en recortes de prensa ¿Creen, sinceramente,
que alguna nos salvará? ¿Qué se trata de una cuestión de rojos y azules? ¿Qué
miramos a nuestras hermandades con la perspectiva ancha y generosa de quienes
miran al futuro como un hogar que dejar?
Son figuras retóricas porque la
respuesta ya se sabe. Ahora piensen en nuestros dirigentes cofrades, no en
todos, pero sí en un nutrido número. Interróguense igual que antes. Lo mismo.
Una inquietud de juguete que aspira a grabar su nombre en una placa, a dejar su
rostro en un marco, a jactarse del año que se subió al atril, a acariciar la
serpiente que todo martillo lleva consigo a ver si le pica, a saludar de traje
vara en mano…
… En fin, una tabla rasa, una
definición de estilo, una forma de entender (la que sea, pero una) y hacer las
cosas consecuente. Demasiado para una ciudad que cree que sonríe, cuando es el
lado del rostro –fúnebre y opaco- de un arlequín.
Blas Jesús Muñoz