Hace una semana en la aldea del Rocío se vivía uno de los actos más bonitos que tiene la romería. La Pontifical en El Real. En ella, un bosque de colores, bordados y terciopelos, se adueñan de la plaza, donde hace 95 años, coronaron canónicamente a la Santísima Virgen del Rocío.
Todas las Hermandades, encabezadas por la Hermandad Matriz de Almonte, comparten el sacramento de la Eucaristía, a los pies de nuestra Bendita Madre.
Reproducimos a continuación la homilía que pronunció el Obispo de Huelva, Monseñor D. José Villaplana.
Raquel Medina
Texto Íntegro
«Se llenaron todos de Espíritu Santo»: todos aquellos que, junto a María, esperaban que el Señor cumpliera su promesa. Aquí estamos también todos nosotros, en este recinto, en el que siempre nos sentimos tan acompañados por nuestra Madre, para recibir, un año más, el rocío del Espíritu Santo, que se derrama sobre la Iglesia en un permanente Pentecostés. Con vuestras dudas y sufrimientos, pero también con vuestras esperanzas y proyectos, habéis iniciado el camino que desemboca en esta Aldea, para depositar en las manos de María vuestras intenciones particulares y la de todos aquellos que se han encomendado a vuestras oraciones. Me impresionó hace unos días, en una de las salidas de hermandad, un hombre que decía que se ponía en camino pidiendo, no por él, sino por una persona amiga enferma. Sé que en todos vuestros corazones vibran estos sentimientos que María, nuestra Madre, eleva hasta la presencia de Dios intercediendo por nosotros. Nuestra fe y devoción nos permiten estar hoy aquí confiando en el don del Espíritu Santo, que llena nuestros corazones frágiles de su fuerza y de su amor.
«Se llenaron todos de Espíritu Santo»: todos aquellos que, junto a María, esperaban que el Señor cumpliera su promesa. Aquí estamos también todos nosotros, en este recinto, en el que siempre nos sentimos tan acompañados por nuestra Madre, para recibir, un año más, el rocío del Espíritu Santo, que se derrama sobre la Iglesia en un permanente Pentecostés. Con vuestras dudas y sufrimientos, pero también con vuestras esperanzas y proyectos, habéis iniciado el camino que desemboca en esta Aldea, para depositar en las manos de María vuestras intenciones particulares y la de todos aquellos que se han encomendado a vuestras oraciones. Me impresionó hace unos días, en una de las salidas de hermandad, un hombre que decía que se ponía en camino pidiendo, no por él, sino por una persona amiga enferma. Sé que en todos vuestros corazones vibran estos sentimientos que María, nuestra Madre, eleva hasta la presencia de Dios intercediendo por nosotros. Nuestra fe y devoción nos permiten estar hoy aquí confiando en el don del Espíritu Santo, que llena nuestros corazones frágiles de su fuerza y de su amor.
Al estar reunidos, celebrando la fiesta de Pentecostés, nos reconocemos también como Pueblo de Dios, como Iglesia, como comunidad creyente que siente el reto de la misión que tenemos en este momento de nuestra historia. Compartimos la preocupación por la búsqueda de una salida digna y renovadora de la crisis económica y moral que venimos arrastrando. Tenemos la firme esperanza de que con María y alentados por el Espíritu Santo, que se derramó sobre Ella y sobre los Apóstoles, podemos cooperar en nuestro mundo para la apertura de nuevos caminos, que nos conduzcan a una sociedad más fraterna, más justa, más humana.
Hemos escuchado en el Evangelio a Jesús que dice: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo». Este soplo suave del Señor se convirtió en viento impetuoso el día de Pentecostés. Por eso esta fiesta no nos permite quedarnos en la mediocridad, sino que nos abre a horizontes amplios y metas elevadas, en definitiva, a una misión, en la que los cristianos debemos sentirnos enviados y servidores del Evangelio para una humanidad nueva. Contamos con la presencia y el aliento del Espíritu Santo, que hizo fecunda a la humilde Doncella de Nazaret, nuestra Madre, la Santísima Virgen.
Las situaciones difíciles requieren hombres y mujeres llenos de un vigor y una fuerza que sólo el amor auténtico puede dar, y este amor es el que el Espíritu Santo derrama abundantemente en nuestros corazones. Es el amor de Dios, que nos hace santos. Sí, queridos hermanos y hermanas rocieros, permitidme que subraye con fuerza esta palabra, que con tanto vigor repitió el Papa santo que visitó El Rocío, San Juan Pablo II: nuestra vocación es la santidad. No os extrañe que en este Pentecostés del año en que ha sido canonizado el Papa rociero os haga esta propuesta: ¡Rocieros, sed santos para renovar el mundo! El Espíritu que habéis recibido en vuestro bautismo os llama a ser hombres y mujeres llenos del amor de Dios, para buscar, con verdadero entusiasmo, la renovación de nuestra Iglesia, de la que todos somos miembros vivos; para buscar la transformación de nuestro mundo, erradicando toda falsedad y toda injusticia, toda corrupción y toda mentira; para buscar el bien común por encima de intereses particulares y trabajar intensamente por los últimos, pues siempre que nos olvidamos de los últimos nos equivocamos.
Siguiendo el ejemplo de la Virgen María, que, siendo portadora de Jesús, se puso en camino para visitar y servir a su prima Isabel, tratemos de vivir la santidad en la vida cotidiana. El Papa Francisco, recordando el testimonio de San Juan Pablo II, afirma que todos hemos visto sus últimos días: no podía hablar el gran atleta de Dios, el gran guerrero de Dios, termina así. Aniquilado por la enfermedad. Humillado como Jesús. Los santos no non héroes, sino mujeres y hombres que viven la cruz en la vida cotidiana. Es el Señor quien santifica; nadie se santifica a sí mismo; no hay un curso para llegar a ser santos… La santidad es un don de Jesús a su Iglesia. Pidamos hoy este don al Espíritu Santo, porque Él es el Espíritu santificador. Él es el que transforma nuestra debilidad en fortaleza, nuestra insensatez en sabiduría y nuestro corazón, frío y cerrado, en un corazón de hijo de Dios y de hermano de todos.
Tenemos la suerte y la dicha de celebrar, tantas personas juntas, la solemnidad de Pentecostés bajo el manto maternal de la Madre que acompañó los primeros pasos de la Iglesia en su misión. Cada vez que participamos en esta Romería tan llena de color, tan rica en gestos de fraternidad y compartir, tan marcada por el sentido de fiesta, no podemos olvidar que tenemos una importante misión, que arrancó en el primer Pentecostés y a la que el Papa Francisco nos ha convocado de nuevo: anunciar la alegría del Evangelio. Esta alegría que puede transformar el corazón de los hombres y mujeres de nuestro mundo, marcados en tantas ocasiones por una infinita tristeza que sólo un infinito amor puede curar. Una vez más os recuerdo, queridos hermanos y hermanas, que no podemos guardarnos sólo para nosotros esta alegría, y que hemos de sentirnos responsables de contagiarla a todos y de acercarla, especialmente, a los que quedan al margen. La participación en esta fiesta nos compromete a acompañar a los que se sienten solos; a hacer todo lo posible para que todos los que están parados, especialmente los jóvenes, encuentren un trabajo digno; para que todos los desesperanzados puedan redescubrir su dignidad y encontrar el sentido a su vida; y para que todos los que han perdido su autoestima se sientan tratados con una misericordia que los haga renacer.
Muchas veces pensamos que la propuesta de la santidad y la vida evangélica a la que somos llamados nos parecen imposibles, y realmente lo son si contamos sólo con nuestras propias fuerzas, pero la fiesta de Pentecostés nos recuerda aquellas palabras que nuestra Madre, La Virgen, escuchó el día de la Anunciación: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti….para Dios nada hay imposible». Estas palabras se dirigen de alguna manera a nosotros, que, en este momento, estamos celebrando la Eucaristía. Cristo, el Pastor Divino, que María lleva en sus brazos, nos comunica su Espíritu y nos da la firmeza de la que carecemos si no estamos apoyados en Él. Sin Él nada podemos, pero todo lo podemos en Aquel que nos conforta.
No quiero terminar mis palabras sin pedir la bendición de Dios, por intercesión de la Virgen del Rocío, para los Reyes de España, que estuvieron en este lugar con motivo de la Clausura de los Congresos Mariano y Mariológico, así como para los Príncipes de Asturias, que visitaron a la Virgen en la Parroquia de Almonte en 2006. Que el Espíritu Santo les asista en la nueva responsabilidad que van a asumir.
Quiero recordar también, con afecto y gratitud, a dos párrocos de Almonte, que desde el año pasado han sido llamados a la Casa del Padre. Me refiero a Don Rosendo Álvarez, Obispo emérito de Almería, y a Don José García, que nos dejó cuando estaba finalizando el Año Jubilar. Que junto a nuestra Madre, a la que tanto amaron, gocen para siempre en la fiesta eterna del cielo.
Permitidme que añada, además, una invitación para que nos unamos durante todo el día de hoy y, especialmente en esta tarde, a la oración por la Paz en Oriente Medio y en todo el mundo, a la que nos ha convocado el Papa Francisco, que se reúne hoy, junto con el Patriarca de Constantinopla, con los líderes israelí y palestino.
Que la Virgen María, Madre y Reina, la Toda Santa, nos ayude a vivir un santo Pentecostés. Amén.
+ José Vilaplana Blasco