Durante un instante, en una tarde lánguida de un domingo de verano, en un pequeño patio de luz que -sin saber por qué- me recuerda a la visita al médico cuando apenas era un niño, una sonrisa se escapa sin esperarla. El capricho de la memoria es frágil y ya, mientras desde el salón escucho los primeros sonidos que descubre mi hijo como propios y supongo que se sorprende al descubrir este mundo tan infeliz y maravilloso, no le busco más explicación que aquella que, ese implacable bandolero que es el tiempo, alguna vez me quiera dar.
La sonrisa venía con su recuerdo de aquella otra tarde de verano. El corazón latía intenso y los nervios acudían a la yema de mis dedos para recordarme la adolescencia. Ellas me estaban esperando y, en muchos sentidos, era como la primera vez. La vez primera que siempre aparece, de cuando en cuando, para sorprenderte, para hacerte saber que estás vivo, para que destino y providencia se aúnen en un camino que, de repente, has elegido y padeces la incertidumbre propia de no saber, de no poder controlarlo todo. Nada es casual.
De aquel 15 de agosto no recuerdo el calor, solo un destello azul intenso caído del cielo. La catedral, los muros de la antigua Mezquita, la Imagen serena de la Virgen Tránsito. Los pasos acelerados conforme me acercaba más y más. La piel erizada, a sabiendas de que aquel día iba a ser importante... No pasó mucho o, quizás, pasó lo que tenía que pasar. Pero aquella tarde de agosto mientras miraba a la Mujer, otra -a mi lado- habría de ser la que ya siempre me acompañara.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio El cáliz de Claudio: Todo lo que me das