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lunes, 25 de agosto de 2014

Cuarenta años de Amor


Luis León, capataz de capataces, martillo y costal en el escudo nobiliario de su sangre cofrade, cada vez que buscaba con la Macarena el regreso al barrio por El Salvador, miraba, de forma recurrente, al cielo. Y ya podía estar el cielo más limpio que un niño de primera comunión, que el capataz de la Esperanza le decía al diputado mayor de gobierno que no le gustaban las nubes que veía, que no sería descabellado resguardar a la Macarena en el interior de la iglesia donde estaba su Cristo del Amor. León siempre ha dicho entre los suyo que él es un hombre de fortuna porque Dios es el Cristo del Amor y la Macarena su Madre.

Y a ambos les habló, les explicó, les tradujo el lenguaje de la Pasión según Sevilla mientras tuvo la bendita concesión del cielo de pasearlos por nuestras calles como capataz de sus imperiales pasos. Luis León soñaba con eso. Con ver al Hijo y a la Madre juntos, allá dentro, bajo la altura barroca de El Salvador.

Y este año que, por el diluvio, pudo hacerse realidad su sueño, compromisos domésticos le impidieron ver, tocar, gozar y llorar la ilusión de su vida. Paradojas que te guarda el destino para que la realidad y el deseo sigan siendo rivales irreconciliables y, rara vez, se casen en buenas nupcias para hacer felices a los hombres.

Esta pasada Semana Santa se cumplieron los cuarenta años de la creación de la cuadrilla de hermanos costaleros del Amor. He hablado con dos veteranos de aquellos pioneros, Nazario Aguilar y Antonio Castro Somé, para intentar recrear sus días fundacionales, repletos de incertidumbres e ilusiones, superando suspicacias internas y ganándose la confianza de los más escépticos gracias a las ganas de unos chavales entonces y, sobre todo, al liderazgo, sabiduría y personalidad de Luis León, un maestro cohesionando grupos.

Aquella cuadrilla fundacional de los hermanos costaleros del Amor fue obra, fundamentalmente, del contagio emocional que propagaba el León del Salvador a los suyos, haciendo incluso los ensayos y desarmás debajo de las trabajadoras y saliendo, en alguna que otra ocasión, de martillo para adentro, bajo los palos, enseñando a los niños con los que luego compartía birras y melvas canuteras en el bar La Mina.

Detrás de esa cuadrilla fundacional del Amor que ha cumplido cuarenta años, hay miles de historias y de anécdotas. Pero sobre todo, la fe ciega y la convicción absoluta de un tipo como Luis León que sabía lo que hacía y que lo hacía por la absoluta certeza de que el crucificado de Juan de Mesa era, realmente, el Hijo de Dios. León trabajó sobre el terreno abonado que le había dejado, dos años antes, otro martillo de oro de nuestra historia de capataces: Salvador Dorado. Desde esa base construyó una de las cuadrillas de hermanos costaleros más agraciadas de nuestra Semana Santa: la que tuvo el honor y la gloria de portar sobre sus morrillos al Cristo del Amor el siete de abril de 1974. Dos años antes, Luis León ya mandó la Virgen de las Aguas del Salvador, andando suave y derramando elegancia con los movimientos de los novísimo hermanos costaleros.

De aquella Pepín Álvarez, El Barbero, El Tachuela, Battelli, Freire, los hermanos Álvarez Madroñal, Pepe Peña...Todos sarmientos nuevos y fuertes de una viña frutal que tantas noches de inolvidable néctar ofreció a los paladares más exigentes. Cuarenta años ya que no marcará el Rolex más famoso de la cuadrilla, el del Battelli, horas de postura en una muñeca costalera de los setenta, sumergible, irrompible... por las que hilan. Aún hay ruedecitas de su maquinaria por alguna rendija del sagrado suelo del Salvador por culpa de la guasa de algunos compañeros de trabajadera. Cuarenta años ya de aquella primera noche por la sobrecogida oscuridad de Francos mientras Luis León mandaba, claro y fuerte, y allí abajo todos obedecían como si el martillo lo llevara el general Patton...











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