Ahora convivo con personas de esas que superan los tres cuartos de siglo, de esas que para leer una frase tardan entre tres y cuatro minutos, personas de esas que se pegan el día entero luchando con las gafas porque se le escurren por tabique nasal abajo, de esas que con solo escuchar el arrastrar de sus zapatillas de casa ya sabes quién viene, la disyuntiva siempre es la misma ¿abuelo? ¿abuela?
Referentes en todos los aspectos, ellos me han enseñado todo lo que me llevará por la buena senda, y a su vez, con sus errores, también he aprendido qué no debería hacer.
Así, a tientas, palpando las paredes en las madrugadas, sollozando a media tarde, contando las pastillas que le tocan ahora, cojeando de vez en cuando, resoplando un minuto sí y otro también, pidiendo mucho de diversas maneras, y dando tanto… así, me habéis enseñado.
Y digo habéis, porque aunque mi abuelo no se entere de la mitad de las explicaciones que le doy, aunque no entienda que los viernes no tengo clase, aunque me haga bajar al portal para comprobar si el porterillo funciona, aunque venga a preguntarme cómo se enciende "la tableta esa" porque él le ha dado a la pantalla y no ha visto botón alguno, aunque me haga hacerle chocolate con churros al ver que yo estoy merendando eso, aunque me diga 'mariqui', 'mari' y otras tantas cosas que solo le consiento a él, a pesar de todo esto, yo que pensaba que estaba tan apegada a mi abuela y que mi abuelo materno al lado de ella no era nada, me sorprendí.
Mayo del 2013, la tarde antes de un examen me hacen partícipe de una pesadilla, pancreatitis se llamaba. Mi abuelo se iba. Entre conceptos de teoría literaria tuve que ir haciéndome a la idea. Verlo y pensar que ese cuerpo, cada vez menos vivo, tenía fecha de caducidad. Esperar días y días, una leve mejoría, y al final, perderlo. La familia destrozada, no sabíamos cuánto queríamos a ese abuelo refunfuñón al que le quedaban, dijeron, 48 horas de vida. Pero ya se había ido, según los médicos, ya no estaba. Con el corazón en vilo y el teléfono en sonido nos fuimos a casa, esperando la llamada. Y llegó, llegó la dichosa llamada, pero espera, era mi madre, dijo: "María, el abuelo se está recuperando, no saben cómo". Llamé a todas las personas que habían enjugado mis lágrimas aquellos días, en especial, tú, Estefanía. Gracias.
El día que me tocó vestirme de verde, atuendo que aún conservo, para poder entrar a verte, fue quizá uno de los más emotivos de mi vida. Me puse de rojo, un vestido, para ti, abuelo, con el pelo rizado y largo, como siempre me decías que estaba más guapa. Y no he escuchado desde entonces una frase más bonita: "- ¿Qué día es hoy? – Miércoles, abuelo. -¿Cómo ha quedado el Madrid?" Paradójico quizá, una oración sin retórica clásica, sin figuras literarias, sin alusión a los sentimientos, pero con mucha importancia.
Mi abuelo había vuelto. Mi abuela y yo nos habíamos encargado de adornarle la habitación del hospital con fotos, ella de su Rescatado del alma, yo de mi Huerto querido.
"Ha sido un milagro, no tengo explicación científica. No me creía cuando me han confirmado que mi paciente salía de la UCI, aquel que bajó sin vida". Así nos recibía la médica encargada de mi abuelo.
Ahora vengan, y díganme que hay algo más fuerte que el amor de una familia, que la fe de un creyente. Vengan, les contaré este recuerdo y con que se lo planteen por una milésima de segundo, con que piensen por un momento que puede que haya algo más, me doy por satisfecha.
María Giraldo Cecilia
Recordatorio La Voz de la Inexperiencia