Eva Martín. Hay un día en el año en el que la Madre de Dios baja de su altar de dulzura infinita para precipitarse en el alma colectiva de la ciudad de San Rafael. Un día en el año, en el que la devoción íntima e incalculable que le profesan los cordobeses, obtiene la merecida recompensa en forma del mayor de los presentes que puede recibir un ser humano, el mayor de los dones puede otorgar una Madre, el Amor infinito, el Amor sin medida, el Amor sincero, inabarcable e incomprensible para quien jamás tuvo la suerte de sentirlo en sus entrañas.
Ocurre cuando la Madre del Nazareno de San Basilio, el Dios del Alcázar Viejo, el Hijo del hombre que gobierna los desvelos de todo un barrio, derrama su esencia maravillosa, sobre la mirada anhelante de quienes acuden a su presencia para bañarse en sus pupilas, primero por los rincones de su pequeño gran universo, los que recorre poco después de la amanecida, y más tarde, esperando la inevitable llegada de su rebaño para se produzca ese intercambio sublime de Amor que solamente es posible entre un hijo y una Madre. Como nuestro compañero Antonio Poyato, que acudió ante Ella para regalarnos esta magnífica crónica gráfica.