Es un oficio, no les quepa duda. Lo eliges, pero tiene la virtud de llamarte en el momento preciso, con su veneno, y ya nunca te deja. Ser costalero es un modo de vida, una forma de sentir, de dirigirte, de rezar o de entender las situaciones desde un prisma que no es el del común de los mortales.
No se trata de prepotencia o pedantería porque, el que lo es de verdad, es más crítico con sus congéneres y sus propias actuaciones. La benevolencia, la autocomplacencia no existe como es tan común en otros sectores de las cofradías que tanto las penalizan y lastran.
El costalero no solo aguanta el peso físico, el de su propia fe, aquél que lo hacía temblar en los años en que la moda parecía una gran quimera. El costalero lleva en su oficio altruista, la crítica incorporada. La de fuera, tan interesada como ignorante la mayor parte de las veces, y la de dentro que duele más porque es certera y ataca los verdaderos problemas.
Durante mucho tiempo escuché llamarlos artistas (y, en cierto modo, lo son) como un término peyorativo por quienes no destacaron en nada, ni siquiera en su pluma que por afilada era como un cuchillo en las manos de un niño, y casi necesitaban cargar su tinta para borrar con ese gel otras carencias innatas. Ahora dicen que el "boom" es peligroso, cuando lo peligroso es sacar pasos con veinte y pocas personas bajo las trabajaderas.
Hay que hacer entender lo que este oficio supone, sin duda. Sin embargo, recién comenzada la Semana Santa, con la túnica colgada y presta como la ilusión que la espera ansiosa, no les puedo negar que se me hace raro no salir ni un solo día con el costal que en tantos lugares me acompañó. Y es que ser costalero es un oficio del que uno jamás deja de pertenecer al gremio.
Blas J. Muñoz