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sábado, 21 de marzo de 2015

El Cirineo: Podemos... y debemos evitarlo


Érase una vez un país imaginario, donde los dirigentes habían instaurado un sistema en el que los ciudadanos estaban a merced de una casta que se perpetuaba en el poder con distintas siglas y supuesta ideología diferente, pero con los mismos objetivos, expoliar a la colectividad, idiotizar a la población, manipular a la opinión pública a través de los medios de comunicación, gubernamentales o privados, y establecer un sistema educativo que aborregase a generaciones enteras, con la máxima de que cuanto más ignorante fuera el pueblo, más fácil sería de engañar. En virtud de este sistema, un grupo de elegidos por la jerarquía de los grandes partidos, (organizaciones que se presentaban a elecciones periódicamente, que se repartían el voto poblacional para decidir endogámicamente quienes dirigían los pasos de la sociedad), se repartían equitativamente el poder, aparentando atacarse entre ellos de cuando en cuando, por obra y gracia de una democracia y una alternancia ficticias en la que la élite oligárquica desarrollaba básicamente la misma política con pequeños matices pretendidamente diferenciadores.

La meta del disparate consistía fundamentalmente en lograr que el grueso de la sociedad cambiase el libro por la telebasura para ocultar el expolio flagrante o, llegado el caso, hacerle creer al más pinturero que se le robaba en su propio beneficio. Mientras el deleznable aparato de entretenimiento mediático siguiese aireando en público la podredumbre de los de siempre, antiguas tonadilleras y distintas especies parásitos, el pueblo se acostumbraba lentamente a no pensar; mientras se dirigiese a la población desde la más tierna infancia hacia un sentido determinado de pensamiento único, se grababan a fuego las verdades absolutas incuestionables que todo buen ciudadano debía aprender y no poner en duda a lo largo de su vida.

De este modo, en este país imaginario, durante décadas se fueron turnando en el poder los líderes de un vergonzante bipartidismo falso en el que se fue desarrollando una política prácticamente idéntica que descansaba en dos conceptos fundamentales: Subir los impuestos para financiar el desastre hasta alcanzar el punto de sumisión, consistente en coger al pueblo por el gaznate imposibilitando cualquier otra actividad cotidiana que vivir para pagar deudas e hipotecas, eliminando la capacidad de reacción, mientras se procedía a engordar las billeteras de los que detentaban el poder y sus alrededores, potenciando un inútil y mastodóntico Estado para escarnio del pueblo y regocijo de unos pocos.

Paso a paso, la poca vergüenza se fue plasmando con mayor evidencia y lo que antaño era robar sin que se notase demasiado, se acabó convirtiendo en una atraco a mano armada y a cara descubierta, en la seguridad de quien tiene agarrado por donde duele al ciudadano y de que los que mandaban podían expoliar con la impunidad del que sabe que nada le puede suceder.

Tristemente, a pesar del abuso evidente, al pueblo no le hubiese importado continuar por esta senda de no ser porque la crisis económica dio con los huesos de muchos en la miseria y la desolación. Y el pasotismo se convirtió repentinamente en odio, indignación e ira, lo que mezclado con el aborregamiento, la incultura y la ignorancia, provocó que el caos se instalase en el corazón de urbes y pueblos. Y empezó a ser común que algunos ciudadanos manipulados por grupos que querían acabar con el sistema democrático establecido y jaleados por voceros de la demagogia y la revolución (invocando el espíritu de la antidemocracia disfrazada de justicia), levantasen impunemente barricadas por cosas tan graves como que un ayuntamiento legítimo hiciese lo que tiene la obligación de hacer, tomar decisiones. La mera urbanización de una calle llegaba a provocar altercados sin que los responsables dieran con sus huesos en la cárcel, de modo que se extendió la idea de que actuar de espaldas a la legalidad y el respeto al bien común salía absolutamente gratis. Los que odiaban al sistema democrático, imperfecto pero democrático, empezaron a ocupar las calles, y algunos a descubrir que se había creado un monstruo imposible de controlar.

Un día, surgió de entre la muchedumbre un líder convertido en salvapatrias, un ser pretendidamente especial, autoerigido en mesías, que empezó a hablar al pueblo de justicia, de equidad, de robarle a los ricos para entregárselo a los pobres, como un Robin Hood cualquiera, y de acabar con la desigualdad, el hambre, el paro y la corrupción, como un nuevo Jesucristo. Y el pueblo no quiso escuchar nada más. Ni importaron los medios ni las consecuencias. Nadie pudo o quiso ver que el mesías encabezaba un movimiento que quería quemar la democracia (en la misma pira que otros símbolos y creencias), terminar con los derechos de una parte de la población, matar el libre albedrío, pisotear a las minorías divergentes, imponer su verdad absoluta y silenciar la opinión disonante.

Y la libertad herida de muerte en nombre de la política más repugnante, de la dictadura y el odio, fagocitó a los mismos que habían creado el monstruo. Los vendeburras se hicieron con el poder y el desastre destruyó el mundo conocido. Y los charlatanes perpetraron su venganza expropiando edificios con aroma a incienso que hubo que mantener con el dinero de todos desde entonces y destruyendo a sectores enteros de población, masacrando con impuestos a las clases medias, que dejaron de ser medias para siempre, para financiar un mastodóntico sector público que se convirtió en el ojo que todo lo ve, en el gran hermano que controlaba a cualquier disidencia. Y se igualó a la sociedad en la pobreza de la cartilla de racionamiento, y la democracia murió para siempre, sometida al poder absoluto de la revolución de los mentirosos, de los irresponsables, de los prepotentes, de los que piensan que la sabiduría descansa en un doctorado y en el conocimiento teórico imposible de materializar.

Llamaron casta a aquello en los que ellos mismos se convirtieron, marcando a los destinatarios de su venganza, como los nazis hicieron con los judíos o los gitanos, y entonces fueron otra casta más. Una casta miserable de universitarios engreídos, que menospreciaban a los que jamás tuvieron la suerte de acceder al mismo nivel de estudios que ellos habían logrado alcanzar gracias a su posición familiar (esa misma que aborrecían en otros) o al dinero del Estado (ese mismo con el que querían acabar). Y empezaron a robarle al pueblo, porque eran trabajadores públicos a los que los ciudadanos pagaban para que se paseasen por platós de televisión cobrando, labrándose un prometedor futuro personal, en lugar de hacer aquello para lo que recibían un sueldo, enseñar en el aula, no desde el púlpito. Predicadores baratos que llevaban toda la vida mintiendo desde su altar a generaciones enteras manipulando el pensamiento de muchachos en pleno periodo de maduración, tergiversando la verdad y orientando a las masas en un sentido dirigido, en una universidad ficticiamente democratizada, que realmente se traducía en el abaratamiento de los títulos universitarios, hasta llegar a no servir para nada, porque cuando se alcanzaron los millones de licenciados, las licenciaturas dejaron de tener valor alguno. Charlatanes en una universidad masificada de un gris gentío con un nivel ridículo de conocimientos, en manos de sinvergüenzas que manipularon durante años sus conciencias y crearon el caldo de cultivo del que después se aprovecharon para alcanzar sus fines, no de cambiar la sociedad sino de ocupar el mismo lugar que ocupaban aquellos a los que llamaban despectivamente casta, el poder absoluto. Y el poder alcanzado, les permitió continuar viviendo a costa del trabajador, como siempre hicieron pero varios escalones por encima, cobrando mucho más y con la posibilidad de dictar leyes y por extensión de vengarse de aquellos a los que odiaban, los que creían en la libertad o los que pensaban diferente.

Y dejaron de ser libertadores y se convirtieron en aquello que aseguraban odiar, en políticos profesionales que jamás habían dado un palo al agua, para aprovecharse del pueblo, de su trabajo y sus impuestos. Ellos que cobraban del pueblo mientras lo engañaban, contando el cuento de lo que querían hacer, ocultando o engañando sobre cómo lo querían hacer. Prometieron repartir lo que no tenían a cambio de nada y el pueblo se preguntó para qué el esfuerzo si algunos eran mantenidos sin hacer nada. Quisieron acabar con los bancos y tuvo que desarrollar la labor de financiar a la sociedad el Estado a costa del dinero del pueblo. Como no hubo suficiente, predicaron desde el cinismo, que crucificarían a los poderosos con impuestos…, y los poderosos cogieron su petate repleto de millones y se fueron, y al no haber tesoros que repartir, acabaron pagando los de siempre, los que trabajaban para vivir y sin posibilidad de huir con la música a otra parte. Y entonces los crucificados fueron las clases trabajadoras y el colapso fue absoluto. Lo más grave no fue el engaño desde el púlpito, sino la mentira a sabiendas de que estaban mintiendo.

Y los nuevos charlatanes, que sembraron el odio y separaron a la sociedad en buenos y malos, en personas con traje de chaqueta o camisa y jersey de cuello de pico y los que llevan palestina o rastas, simplificando infantilmente la realidad, en afines y enemigos, la condujeron al enfrentamiento que evitaron sus predecesores, aquellos que, con todos sus defectos humanos, tuvieron la grandeza, la altura de miras y la humildad, de tragarse el orgullo y renunciar incluso a principios por construir por el bien común. Llegaron con la bandera del odio, intentando resucitar una guerra para ganar lo que otros perdieron y el caos fue el único que venció.

Y los que decidieron no pasar por el aro de la verdad absoluta, hasta las narices de ser tomados por imbéciles, se marcharon para siempre, dejando atrás sus sueños de libertad, de paz y de convivencia… 

El cuento está en marcha, hace años que comenzó a hacerse realidad. Los cofrades llevamos desde siempre soportando charlatanes como estos en nuestras filas, anhelando y alcanzado el poder relativo que otorga la vara dorada... ni siquiera eso han inventado. Sabemos detectarlos… manipuladores que ganan elecciones con programas electorales imposibles de llevar a cabo, líderes mediáticos, predicadores populistas que mienten a sabiendas de que están mintiendo, odiadores profesionales que practican la venganza... Es el momento de ser gota de agua para convertir en marea la defensa de nuestras creencias, de nuestras tradiciones, puestas en riesgo por este movimiento que nos envuelve. Seamos grano de arena para que el sueño de poder de unos cuantos no acabe con el nuestro… para siempre…

Guillermo Rodríguez

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