Blas Jesús Muñoz. Creo que dejé hace mucho de contar las veces que te lo he dicho, las noches eternas en que nos hablamos entre el reflejo frío de la luna. Sabes lo difícil que siempre fue, todo lo que duele dentro para jamás salir. He perdido la cuenta de cada conversación, de cada recuerdo privado, de cada imagen que quedó atrás, de las veces que -cuando nadie nos ve- se lo cuento a Marcos. Y todo, al final, queda entre nosotros.
No puedo decir ni contar nada que antes se dijera. Ni puedo dejar de verte venir a mí, traspasada, traspasando la ciudad y el alma por Deanes. Es un abandono infinito el tuyo, que se comparte para caer en la cuenta de que es irremisible. Es un primer amor que, cuando te atrapa, ya no hay más. Y, cuando surgen otros, lo valoras como un tesoro precioso que cae por tus párpados poco a poco. Es un amor de cola y esparto que se ciñen a la tarde. Rojo, como el vino que se consagra en el altar de la noche que te deja discurrir por las calles con tu dolor de Madre, de Mujer. Nacarado, como las obleas sacramentadas ante tu mirada ambarina.
Caía la noche
con su galope incesante, con su negación y con su sí,
acelerada,
como la vida que trae con una promesa susurrada
entre unos labios tibios.
Caía la noche.
Un manto frío, una letanía imposible
como la promesa permanente.
La piedra adherida al piso, a la cera que, poco a poco, iba formando
otra geografía que
cambiaba, para siempre,
la fisionomía de la ciudad.
Caía la noche.
y en la angostura de una plaza,
como un pequeño y particular milagro,
te miré por primera vez. No fue furtiva ni fugaz,
una mirada definitiva.