Blas Jesús Muñoz. Dicen de los toreros que, aunque se corten la coleta, nunca dejan de serlo, de sentirlo, de ensoñar la faena perfecta. Ese argumento, que en tantas ocasiones he defendido para el buen costalero, igualmente es extensible al capataz que lleva en la sangre -con su tatuaje invisible en la piel- el oficio que, tiempo ha, lo envenenó y ya nunca pudo desprenderse de él.
Uno de los más grandes, si no el que más junto al mío (es pura subjetividad, aclaro), ha anunciado que el próximo día 6, ante la Patrona de las Cofradías, se retira. Javier Romero tiene apellido de torero grande, de arte y esencia y a él me une, más allá de la más sincera admiración, la fe en el Señor, el nuestro y el de tantas almas en estos cuatro siglos.
Javier se va como los grandes, en un momento significado, ante una Imagen que debería ser la que nos uniera en la defensa de lo nuestro. Javier no se va porque en él quedan tantas lecciones delante de los pasos, el porte y la gallardía que hacen del capataz la persona elegida entre un millón para guiar los caminos de la fe personal de tantos devotos.
Siempre he huido del terno negro porque, lo reconozco, me da pánico esa serpiente de la que hablaba el maestro Santiago. Sin embargo, tras haber aprendido de muchos, algunos de ellos los mejores, me queda a la ilusión de imaginarme delante de una de mis devociones con el mismo porte que Don Javier.