Entramos en el mes de septiembre, el de la vuelta al colegio y el del fin
de muchas vacaciones. El mes en el que el cofrade parece salir de la siesta
veraniega y en el que las Hermandades comienzan a retomar el ritmo alto que
aparcaron en junio. Sin embargo, tengo ciertas sospechas sobre el intermitente
velocímetro de la actividad del cofrade, muy dado a variar de intensidad según
convenga o no.
Sin ir más lejos, este cese total de la actividad en muchas –no todas-
Hermandades en el período estival, es en sí mismo una clara muestra de lo que
vengo a referirme. Buscamos constantemente excusas para apartarnos de Iglesia
en general y de la Hermandad en particular: si acaba de pasar Semana Santa,
porque hace falta un descanso después de tanta actividad; si es verano, porque
hace mucho calor y con la playa no “pega” estar pendiente de aquello; si ha
comenzado el curso cofrade porque queda muchísimo tiempo para Semana Santa, y
no hay que agobiarse. Además, los estudios y los trabajos impiden acudir a
estos actos que se celebran “fuera de fecha”. ¿Navidad? Entre polvorón y
polvorón, Fin de año por medio, poco tiempo hay para echar una mano en la
campaña solidaria de la Hermandad de turno. Después, los carnavales, que eso no
se perdona… si acaso algún ensayo así esporádico, pero poco más. Toca
disfrazarse y ver comparsas por televisión.
Y llega la cuaresma, y alguno que
otro comienza a despertarse del letargo. Unos a un ritmo pausado, que comienzan
a acordarse de que en aquella calle está la Casa Hermandad y que igual están
haciendo algo ya, pero sin decidirse a más que eso. Y a otros les entra la
prisa y asisten a absolutamente todo lo que esté relacionado con la Hermandad:
cultos, exaltaciones, besamanos, besapies, montaje de los pasos, limpieza de
enseres y hasta para cortar claveles.
Y ya por último también hay quien considera que cuaresma tampoco es la
fecha idónea para subirse al carro: total, ya hay muchos otros que arriman el
hombro para ayudar en cuaresma. Ya me presentaré yo el día de salida con mis
tres litros de gomina en lo alto, mi traje de chaqueta impoluto con el pin de
la Hermandad, o mi costal debajo del brazo –y porque no se puede hacer todo a
la vez, que si no ya les contaría yo…-, figurearé todo lo posible y más, si
acaso rezaré algún Avemaría cuando suene Encarnación Coronada, y de vuelta a
casa. Y después de Semana Santa, ya saben… relea el segundo párrafo del
artículo.
Vaya por delante que pienso que una
Hermandad no es ni habrá de ser jamás una aduana en la que se permita el paso o
no, según determinadas características. No hay que mirar el carnet para dejar
que cualquier hermano se sume a ese microclima que es una Cofradía durante
cualquier época del año, sea dos semanas antes de la salida procesional o un 5
de septiembre, como es hoy. Pero no es menos cierto que hay muchos cofrades que
sólo lo son en cuaresma y hasta en el día de la estación de penitencia
–concepto que a estos les coge de lejos-, y que además –y esto es lo grave- pretenden
ponerse el primero de la fila, salir en todas las fotos y ser el más cofrade de
toda la Hermandad. Y que, por si fuera poco, se atreven a dar lecciones y a
menospreciar el trabajo de aquellos que se parten el lomo durante todo el año
para que la Cofradía pueda salir a la calle, que es algo que cuesta mucho, para
quien no lo sepa.
Ya lo dije en otra ocasión, de hecho
tengo la sensación de estar experimentando un Déjà Vu. La crítica dentro de las
Hermandades no sólo está permitida, sino que además es muy necesaria, siempre y
cuando el objetivo final sea el crecimiento de la misma hacia Cristo y del
patrimonio de la misma. Pero para tener la potestad de emitir esa crítica,
primero tienes que haberte manchado las manos trabajando los 364 días del año
que no son el de la salida procesional. Es muy fácil llegar esa mágica jornada
y pretender dar lecciones de cofradierismo –valga el palabro-, hacerse algún
selfie vestido de cofrade, besar el Santo, y volverse a ir para no retornar
hasta el año que viene, escribiendo un par de mensajes en Twitter o Facebook
criticando lo mal que lo hacen los que gestionan la Hermandad. Lo complicado es
arremangarse y bajar al barro a arrimar el hombro con uno más, trabajando codo
con codo con el de al lado. Recuerden, para exigir primero hay que ofrecer.
Un –autodenominado, por lo general-
cofrade no puede estar encerrado en su mundo durante todo el año, pretendiendo
vivir una religión paralela tan alejada de la Iglesia y la Hermandad. Todo ello
escudado bajo el amparo del eterno letargo que le aflige todos los días del año
excepto el de la procesión. Ese día en el que las reglas del juego cambian y
todo vale por salir en la foto, ya no hay pereza ni desidia, todo ello se
convierte en predisposición y críticas hacia todo lo que se mueve. No me vale,
qué quiere que le diga, ya sabe que no soy de comulgar con ruedas de molino.
José Barea.
Recordatorio Verde Esperanza: Made in Spain