En alguna ocasión había tenido que escucharnos a más de uno comentar pormenorizadamente cualquier detalle sobre la Semana Santa cordobesa: que si el precioso crucifijo del manto de la Virgen del Rosario, que si como novedad el misterio de la Hermandad del Descendimiento iría de riguroso luto o si las predicciones de lluvia eran tan variables como las teorías y alternativas del traslado de la Carrera Oficial. Ante esas eternas tertulias de los acertada y repetidamente denominados “jartibles”, siempre cabe la indiscutible posibilidad de que exista un sector de personas, presentes en la conversación, que atiendan por mero respeto y con infinita paciencia a que el debate tome un nuevo rumbo para poder volver a participar, al menos con algo más de interés.
Di por sentado que ella pertenecía a este segundo grupo, puede que por sus intervenciones – o más bien silencios – o por el simple y absurdo hecho de ser abulense y empezar a considerar las diferencias más que los puntos en común, actuando a veces como una especie de barrera cultural llamada a obstaculizar el entendimiento y también veces la valoración en positivo. Quizá fue esa premisa la que se interpuso en un principio y me hizo pensar en esos estereotipos y fama, a menudo desacertada, que da lugar a dos puntos de vista totalmente opuestos desde los que Andalucía contempla el norte como verdadero ejemplo de austera frialdad y, a su vez, Andalucía vuelve a convertirse en un referente de jolgorio devocional.
El tiempo quiso demostrarme que me equivocaba cuando comenzó a hablarme de algunos de los momentos que había tenido la oportunidad de presenciar durante la pasada Semana Santa, recordando con entusiasmo el magnífico e inmaculado palio de la Paz que, elegante, seguía los precisos pasos de Humildad y Paciencia. Detenía entonces su relato en el misterio del Señor de Capuchinos, alabando su belleza, incrementada si cabe, con cada certero movimiento que se producía en las calles más estrechas, lo cual llamaba aún más su atención teniendo en cuenta las dimensiones del paso sumada a la falta de costumbre de quien no se ha criado viendo esto.
Entonces y tras otros muchos comentarios, análisis y anécdotas y para mayor sorpresa, incluyó una personal de la que se sentía especialmente orgullosa. Una historia que empezaba en la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción de su pueblo, Navalperal de Pinares, cuando, durante la misa, el sacerdote aprovechó la homilía para comunicar que la Virgen del Rosario necesitaba un nuevo manto y que para ese propósito, se aceptaría la ayuda de cualquier persona que quisiera colaborar con esa iniciativa. No dudó un solo segundo ante esa petición e inmediatamente se puso en contacto con la persona encargada de recaudar las donaciones, que curiosamente resultó ser Juan, amigo cercano de la familia, con el que la inicial ayuda de esa participación desembocó en una conversación en la que éste reconoció que, más allá del manto, también eran necesarias algunas otras piezas para vestir a la Virgen, recordando asimismo con ello que ya en una ocasión anterior su madre, Dolores, había confeccionado para la Virgen del Rosario una saya a partir de la donación de un vestido de novia.
A partir de ese preciso momento y con esa idea en mente, no quiso que su compromiso se viese reducido a la necesidad del nuevo manto – que por cierto salió adelante gracias a los donativos recaudados – y, tras comprobar el buen estado de su vestido de novia, como una nueva prueba de afecto y devoción supo sin atisbo de duda que quería formar parte de ese proyecto repitiendo con su aportación el mismo proceso que se realizase tiempo atrás, una decisión que despertó la alegría y el entusiasmo de Juan, quien fuese también el artista creativo y diseñador de tan ilusionante y emotivo propósito.
Transcurridos los meses oportunos para llevar a cabo un trabajo de confección de semejantes características, el resultado fue la renovación de un ajuar que ahora contaba con una nueva pieza a la que no le faltaba detalle y para la que se había reutilizado no solo el tejido sino también cada elemento ornamental del primitivo vestido, como la pasamanería y las perlas. Un gesto del que la anterior propietaria se sigue enorgulleciendo aún a día de hoy con esa mezcla lógica de fervor, emoción y satisfacción con la que le sobreviene la certeza de repetir esa muestra de fe “mil veces más si de mil vestidos más dispusiera” y dejando patente con ello que, al menos en lo esencial, la devoción no entiende de procedencias.
Esther Mª Ojeda
Fotografía cedida por Carmen Merinero