Cuantísimas veces llegan personas procedentes de todos los posibles puntos geográficos a nuestra ciudad califal. Cuantísimas veces tenemos la ocasión de ver en esos rostros la huella de la admiración y el asombro más absoluto mientras observan extasiados las fascinantes arcadas de la Mezquita, las múltiples y magníficas fuentes del Alcázar. Mientras imaginan la monumentalidad y el lujo de la original Medina Azahara y fotografían desde todos los ángulos posibles la inigualable estampa nocturna del Puente Romano con la Catedral al fondo o, simplemente, se detienen a escudriñar cada detalle de algo tan cotidiano como puede ser para un cordobés el Cristo de los Faroles.
Cuántas veces han venido de fuera a recordarnos lo que tenemos en casa y cuántas veces más habrán de hacerlo para que el pueblo cordobés valore como se merece el pasado de su ciudad y lo que ello significó. Para que sus propios habitantes conozcan lo que aún a día de hoy se mantiene como prueba de esa historia de tanta y diversa cultura, tan al alcance de cualquiera como a menudo ignorada por aquellos – que son más de los que quepa pensar – que reconocen tranquilamente no haber entrado jamás ni haber sentido interés por visitar la Mezquita. Ante esa afirmación, mejor no hacerse la misma pregunta respecto a los demás puntos y por supuesto, tampoco plantearse si tan siquiera conocen la ubicación.
Algo similar ocurre, lamentablemente, con el ámbito cofrade puesto que a pesar de lo desacertado e injusto de las generalizaciones siempre ha existido una tendencia a infravalorar y desmerecer lo propio, partiendo de la comparación con otras y circunstancialmente distintas tradiciones a las que de forma tan sistemática como incomprensible hemos querido enaltecer. Una costumbre que ha terminado pagando nuestra propia fama y repercusión, relegadas a un discreto segundo plano y sometidas a vivir a la sombra de otros que, ciertamente, han sabido valorarse y venderse muchísimo mejor y que nos ha hecho vivir deseando siempre lo que no tenemos, desairando lo que sí y que – nos demos cuenta o no – otros estarían más que encantados de tener.
Es la misma dinámica que nos hace olvidar al imaginero cordobés, Juan de Mesa, como el autor de la imagen más representativa y valorada de la Semana Santa hispalense y del incomparable grupo escultórico de las Angustias que con sus últimos esfuerzos pudo dejar a su ciudad natal. El mismo hábito con el que obviamos los envidiables escenarios que Córdoba despliega al paso de nuestras hermandades o el ser la cuna de la incalculable devoción que invadía masivamente las calles, exigiendo que el paso de palio precediese al de Cristo. La misma irritante costumbre que silencia el inestimable talento de nuestros imagineros fuera de nuestra ciudad en pro de la reputación de otros y continúa reconociendo “con la boca chica” la meteórica y meritoria evolución de hermandades tan jóvenes como la Agonía o la acertada renovación de otras como el Buen Suceso o el Descendimiento.
Y así podría perpetuarse una indefinida lista, producto de la cuestionable actitud cordobesa que en tantas ocasiones ha demostrado no saber estar a la altura del maravilloso legado que muchas generaciones y la historia de siglos le ha regalado.
Esther Mª Ojeda