Rafael, eterno adolescente de la Semana Santa a sus 83 años que no son nada si no se han vivido con plenitud. Descanse en paz.
Si los que podíamos ser sus hijos lo llamábamos «El Niño Muñoz» —o Rafalito— debió ser porque así lo veríamos. Nada había sin duda de falta de respeto ni de exceso de confianza en el tratamiento. Supongo que en su sonrisa traviesa y en sus ojos chispeantes descubriríamos esa forma de juventud intemporal que va mucho más allá del vigor físico o de la temeridad intelectual. Todos, al cabo, añoramos esa inocencia esencial que empezamos a perder apenas crecemos y que solemos admirar en los niños cuando aún no sienten la urgencia de ser mayores. Son pocos, sin embargo, los que logran mantener a lo largo de los años —siquiera sea en cierta medida— la simple alegría incontaminada de haber nacido. Pero son menos todavía los que se muestran capaces de transmitir a sus semejantes esa sensación de vida plena que sólo la fe sencilla de la infancia y su permanente sorpresa ante la belleza de las cosas puede ofrecernos.
El mundo del costal gira ineludiblemente en torno a esta idea. Creo sinceramente que los costaleros no son hombres hechos y derechos. Creo más bien que son críos que juegan a ser hombres, algunos hasta bien cumplida edad. Y está bien que así sea. Está bien que nunca abandonemos del todo esa sana costumbre de vivir al día, de poner toda la ilusión en cada instante, de esforzarnos hasta la extenuación en aventuras inexcusablemente inútiles... «En verdad os digo, que quien no recibiere el reino de Dios como un niño, no entrará en él», nos dice la palabra del Señor a través de San Lucas. Lo presentimos cuando llega el momento en el que dejamos de hacer el indio o el pirata porque levantar un paso nos parece la hazaña más fantástica. Es entonces cuando la figura del capataz, como la del padre, es imprescindible para que no se tuerza el vástago, para que no crezca demasiado y se ensoberbezca, para que no sustituya la humildad natural y el temor de Dios de los más pequeños por las baladronadas de la madurez. He aquí la obra del gran capataz que ha sido Rafael Muñoz Serrano.
Yo, que tuve el honor de servir a sus órdenes —el costal es milicia, como todo costalero sabe—, reconozco en él al caudillo que tuvo la gloriosa idea, el rasgo genial, la imperecedera humorada de trasformar a los mercenarios en caballeros andantes. «Lo que ha hecho un sevillano, puede hacerlo un cordobés», le dijo a Rafael Zafra. Y Zafra —que a político no le gana nadie— lo creyó e hizo la revolución de la mano de Muñoz, sacando al Cristo que expira sobre la primera cuadrilla de hermanos costaleros de la ciudad. Luego encontró a los incipientes cofrades del Santo Sepulcro, que acababan de dejar el pantalón corto para tomar el hábito, y los dirigió a hacer estación de penitencia ante el lignum crucis, abriendo el camino de nuevo, cerrado desde hacía tantos años, de la Santa Iglesia Catedral. Todo ello sin dejar el llamador de su Señora de la Paz, que tanto quiere que los niños se acerquen a ella...
La ciudad debería agradecérselo como se agradecen estas cosas, con el rótulo de una calle. Le doy una idea al Ayuntamiento, por si no tiene otra a mano. ¿Qué tal rebautizar a ese lugar tan hermoso y tan cofrade que lleva el nombre tan poco poético de Plaza de la Agrupación de Cofradías (igual daría que se llamase de la Federación de Peñas o de la Dirección General de Empleo) como Plaza del Niño Muñoz?... Los turistas creerían que fue un torero y no les faltaría razón. Así lo describe Francisco José Mellado, llevando a su «cuadrilla del arte» a punta de pañuelo, de bolsillo y blanco, ¡lo nunca visto!, como si fueran ángeles —nos dice— y conduciéndolos, en consecuencia, con la misma pureza que les atribuía...
Así era Rafael, el eterno adolescente de la Semana Santa. 83 años no son nada si se han vivido con la plenitud de unos días de Pasión. Rafael se nos fue hace siete, como quien amanece en Jerusalén un Domingo de Ramos. Para hoy ya habrá resucitado...
Recordatorio !!!A Dios abuelo!!!