A modo de presentación, os mostraré la visión más humana que he podido rescatar de esta sociedad decadente. Intentaré que, al mismo tiempo que vuestros ojos vayan pasando por encima de estas palabras, mi pupila sea vuestro campo de visión y que sirva este texto como rodaje de una película austera, cargada de emoción y con pinceladas de lirismo, de esas que le ablandan el corazón a quien intente resistirse.
Tuve la suerte de poder deleitarme con la talla de la Esperanza Trinitaria, a medio metro escaso descansaba ella sobre su peana, con el manto caído a sus espaldas, un manto eterno, como la dulzura que suscita.
He de reconocer que me dejé impresionar por todo lo que rodeaba a la dolorosa y que a medida que iba intentando captar todo aquello en una panorámica, iba también abriendo la boca a modo de sorpresa, pasé a cerrar los ojos por un instante y al abrirlos de nuevo, puedo prometer –y prometo- que me sentí muy cerca del paraíso.
A pesar de haber podido besar su mano, mano que caía rendida ante los ojos de cualquier devoto, decidí no hacerlo. Sin embargo, pude observar algo que me sació toda la sed de humanidad que tenía en el cuerpo, un escalofrío que me sacudió y una delgada y difusa línea que había dejado una lágrima al caer por mis mejillas.
Acto seguido, me dispuse a extender el escaso maquillaje que quedaba en mi rostro tras el surco que había dejado aquella lágrima.
Cuando levanté la vista y dejé de pensar en si estaría más o menos decente, entendí por qué aquella lágrima me había arrasado por dentro.
Intento ahora desdibujar aquella situación que logró estremecerme de una manera tan positiva que no recuerdo vivencia más placentera.
Trataba de encuadrar el rostro de la Virgen, cuando pasó rozando mi brazo izquierdo una mujer, anciana, que sobrepasaba con creces los setenta años. La miré con el gesto torcido, pues me había movido la foto que intentaba tomar.
Solamente con mirar su nuca supe que aquello nunca se me olvidaría.
Su cuerpo recogido en un abrigo cualquiera, con una ropa cualquiera, suscitaba un calvario ya pasado. La espalda quedaba lejos de mantenerse erguida y el pulso de sus manos era de todo menos fiable.
Con el esfuerzo que conlleva para una persona mayor flexionar las rodillas y agachar la cabeza. Con la mirada de una hija, madre y probablemente abuela, esa mirada de párpados cansados, ojeras acentuadas, esa mirada que me dejó perpleja.
Besó la mano de la Virgen y rompió a llorar, con un llanto dócil, dulce, interno, desgarrador pero no escandaloso, un llanto de madre a Madre.
Entiendo que este hecho pueda no calar –al menos, no lo suficiente- en el corazón de todos. Por ello, aquel día la vida me iba a enseñar que la grandeza no tiene límites.
Cuando la anciana enjugaba sus lágrimas con el dorso de sus manos, la palma de las manos de otra mujer secaba cuidadosamente sus propias mejillas. Y esta no era otra que la hermana de la cofradía encargada de acariciar con extremada ternura y con un pañuelo, que por el cuidado con el que lo cogía me recordaba a una fotografía en la que mi hermano me miraba con esa ternura que ahora veía en directo, la mano escrupulosamente colocada.
Esas lágrimas reflejaban el sentimiento, la creencia, la fe, la no existencia de límites de edad, y –sobre todo- la pureza que desprendía aquella Esperanza Trinitaria.
Esas lágrimas que degustas y saben a gloria. Lágrimas de Esperanza.
María Giraldo Cecilia
Recordatorio Sevilla de la Esperanza