El paso se eleva tras el desgarrador sonido del llamador. Todo el peso de
Dios recae sobre las espaldas de los costaleros. Se hace un instante de
completo silencio, y el capataz manda empezar a andar. La cuadrilla comienza a caminar
despacio, muy despacio. El racheo de los costaleros sobre el suelo recorre las
paredes del templo y el silencio se hace también en la calle. Unos pocos metros
separan la cuadrilla del dintel de la gloria.
Así siento yo la cuaresma. La recta final de la espera que comenzamos en
cuanto termina la Semana Santa anterior. Un trayecto corto, en comparación con
la larga espera de todo un año. En otras ocasiones, he definido la cuaresma
como la más bonita de las esperas, un tiempo en el que hay que disfrutar
navegando entre ensayos, triduos, exaltaciones, conciertos y pregones. Pero
también es un tiempo fuerte, de conversión, de cambiar algo dentro de nosotros
que nos acerque a Cristo. No podemos quedarnos en lo estético, en la
magnificencia de un altar de cultos o en un espectacular concierto cuaresmal.
Hay que ir un paso más allá. Es tiempo de reflexión interior y de convertirnos
en mejores cristianos. Es la época en la que aquellos que no se acercan a una
Iglesia en todo el año, por el motivo que sea, lo hagan. Y también es la época
en la que muchos se contagian de esta bendita locura cofrade. Momento de
preparativos, de limpieza de enseres y organización del cortejo, pero también
de disponerse interiormente para la Pasión de Cristo.
Igual que los costaleros en el interior del templo, antes de salir a la
calle, hemos de disfrutar la cuaresma, saborear cada pequeño detalle que nos
brinda y acercarnos a Dios. Pasito a pasito, sin correr, disfrutando del mudo
racheo, recreándose en el vaivén de los varales acariciados por los rosarios,
respirando el incienso que se cuela entre los faldones… No hay ninguna prisa, ya que al igual que esta
cuadrilla, nosotros tenemos la certeza de que la gloria aguarda a unos pocos
metros. Hay que abrazar la más bonita de las esperas con la certidumbre de que
esa semana mágica ya la tenemos al alcance de la mano. Una semana en el que
unas veces el tiempo vuela y otras el reloj parece detenerse unos eternos
instantes. Días de contrastes, entre la algarabía más bulliciosa de un misterio
que se mece al son de un solo de corneta y el recogimiento más silencioso de un
palio de cajón en su transcurrir por un angosto callejón con la marcha Amarguras.
Igual que los costaleros en ese tan eterno como efímero recorrido hasta
la puerta, debemos permanecer en silencio, sin alardes, pero con ese calor tan
especial que comenzará a inundar nuestros corazones. Ese que, como por arte de
magia, comienza a devolvernos a nuestra infancia más tierna haciéndonos dar un
salto de la cama el Domingo de Ramos para asomarnos a contemplar el anhelado
cielo azul. Ese calor llamado ilusión. Ilusión que, si bien nace en el alma del
cofrade en cuanto la última Hermandad en recogerse cierra sus puertas, en
cuaresma entra en ebullición.
Preparemos nuestro corazón para que Jesús y María caminen por nuestras
calles. Abrámosles las puertas de nuestro alma para que el Espíritu Santo nos
colme de gracia. Piensen que, si no dejamos a Jesús entrar a nuestro corazón,
las salidas procesionales perderán gran parte de su sentido. Respiren el aroma de
los distintos momentos de nuestra cuaresma, puesto que cada uno será mágico e
irrepetible. Rieguen esa pequeña planta llamada ilusión que comienza a
florecer, puesto que en estos precisos momentos en el que usted está leyendo
estas líneas, estarán comenzando a brotar pequeños pétalos de ella. No dejará
de crecer hasta Semana Santa, y será en ese preciso instante en el que esa
bella flor deberá ser nuestra ofrenda a nuestros amados titulares. ¿Qué mejor
regalo para Ellos que nuestra ilusión en forma de rosas o claveles? Para ello
el Señor nos ha designado como jardineros de su divino vergel…
De modo que… Venga de frente con la primera chicotá. Sin correr,
saboreando cada momento, dejando que Dios colme nuestro corazón de ilusión cofrade.
Feliz cuaresma.
José Barea