Fue una tarde de verano, hace mucho tiempo. Presente está el recuerdo como si lo hubiese vivido ayer. Nos acercamos a tu hogar casualmente, casi sin planearlo. Tu puerta cerrada, protegiendo tu oasis del fuego agosteño. Alguien abrió tu templo y entonces te vi, entre la penumbra, con una tenue luz que alumbraba tu ribera. Sentí una repentina metamorfosis interior. Fue algo indescriptible, celestial. Una paz infinita invadió mi ser, entre la soledad y recogimiento absoluto. Jamás olvidaré aquél instante.
Volaron los años y lentamente fui aprendiendo a quererte, a buscarte y a tenerte, a distinguir el camino de la romería, a la romería del rocío y al rocío de la Virgen… el alfa y la omega. Nadie sembró tu semilla en el sendero de mis días, sólo la Verdad de aquella tarde de verano.
Y entonces llegó el momento que dictaba mi destino, una vez más sin haberlo preparado. Alguien dijo ¿vamos?... guardé silencio… me dejé llevar. No sabría explicarlo. No pronuncié palabra, como temiendo que la ilusión se truncara, como un niño que no quiere hacer ruido para que nadie se de cuenta de que está ahí. Los kilómetros se hicieron eternos hasta alcanzar tu Reino. Miles de palomas revoloteaban por todas partes pero todos los caminos conducían a tu Presencia. Recuerdo el rosario de la medianoche, como en una nebulosa de misterio, como si fuera un sueño. Y recuerdo al hermano que me hizo el regalo de portar tu simpecao de vuelta a la casa de hermandad, caminando detrás del ofertorio de bengalas que anuncia su caminar. Nunca olvidaré aquél regalo.
Ni la finísima lluvia que no quería abandonar tu cercanía. De repente, a lo lejos escuche tu voz, dulcemente, llamando a tus hijos; y porque así lo quisiste atravesaste la puerta del santuario sobre la marea infinita; y la lluvia cesó al instante, como si de magia se tratase, para no mojar la blancura de tu rostro. Fueron horas maravillosas que volaron de mis manos.
Cuando despuntó el alba, pude tenerte cerca, a unos metros, y sentí tu fuerza, tu luz… y tu mirada se cruzó con la mía, y sucedió… de nuevo escuché tu voz de terciopelo, hablándome en silencio, abriéndome las puertas del Cielo, enseñándome el único camino que lleva a tu hijo… y te seguí y me convertí en peregrino de tu Gloria, rociero de tu Esencia y mensajero de tu Verbo… para siempre.
Oleaje de ilusiones
a la orilla de la reja.
En un éxtasis de amores
cautivados corazones;
todo un pueblo me corteja...
Almonte satisface sus pasiones
sudando amores, huérfanos de quejas.
Descontando los momentos,
sabes Padre que es bien cierto
que quiero sentir la gloria;
y a hombros de mis hijos almonteños
otro Pentecostés se vuelve historia.
Acabando está el Rosario
en la Plaza de Doñana.
Pronto llegará a la Ermita,
tradición en alma escrita,
el Sin Pecao de Almonte...
y entonces pisaré arenas benditas
hasta que el sol despunte al horizonte.
Y a las puertas de mi casa,
saber que el tiempo no pasa,
como quieren mis romeros...
me acercaré al Pocito y la Marisma,
la Aldea volverá a ser como el Cielo.
Cuando nazca la mañana
cumpliré miles de sueños.
A dos pasos de Doñana
las palmas por sevillanas
me llevan de puerta en puerta;
veré felicidad en cualquier mirada
tan sólo por poder sentirme cerca.
Viviré las emociones
de fervores y oraciones,
llenas de amor verdadero;
y como en mis soñadas ilusiones
acunaré a mis niños rocieros.
Mírame bien a la cara
mi romero peregrino.
Tú, que sufriendo desvelos
vienes buscando consuelo,
traes abiertas las heridas...
toca mi manto y cumple con tu anhelo,
convierte así tu pena en alegría.
Yo se que por vez primera
has venido, rociera,
y mis hijos te han metido;
a cambio sólo piden que me quieras,
jamás olvidarás este Rocío.
Navegando entre el gentío
he sentido escalofríos
cuando pude ver que me mirabas
y que tus ojos me hablaban;
sentí tu Gloria en mi primer Rocío.
Guillermo Rodríguez
Recordatorio El Cirineo: Maná que lloviste del Cielo