Sabe que su vida está en manos de
Dios. Y así lo vive. Por eso, Francisco se pasea por los caminos del mundo como
un simple peregrino. A pecho descubierto. Sin coches blindados, sin chalecos
antibalas, sin apenas protección. Y la poca seguridad que tiene se la salta a
cada instante. ¿Temeridad, inconsciencia? Confianza absoluta en la Providencia.
Así lo hizo en Brasil, donde se
paseó en un sencillo utilitario con las ventanillas bajadas, al alcance de
cualquier fusil con mira telescópica. O metiéndose en el corazón de las
favelas. O tomando al paso un mate del primero que se lo ofrece. NO teme que lo
maten. No tiene miedo a que lo envenenen.
Francisco vive su papado como una
misión. Sabe que el Espíritu lo eligió para cumplir una tarea: la de aggiornar
a su Iglesia, hacerle recobrar su autoridad moral, ofrecerla de nuevo como
barca salvadora del mundo, como ancla de esperanza para una humanidad herida.
Por eso, no se protege. Se siente
en manos de Dios. Él que lo buscó para esa misión sabrá protegerlo. Sabe que el
Dios que lo eligió es su escudo protector. Y, ¿quién contra Dios?
Francisco ha
peregrinado a Tierra Santa. Una tierra sembrada de guerras, de odios
ancestrales, de venganzas, de cuentas pendientes sin fin. La tierra donde reina
la ley del talión. La tierra a la que nunca llega la paz. Uno de los rincones
más peligrosos del planeta. Y Francisco ya anunció que, como siempre, irá a
pecho descubierto, con su sonrisa por delante. Y la protección de los ángeles
del Señor y del cariño de la gente de todo credo y religión que ve en él un
profeta, un mensajero del Altísimo.
Y a su paso, quizás no consiga
arreglar todos los problemas de Oriente Medio, pero dejará una huella de paz.
Sembrará esperanza y proclamará, alto y claro, que no se puede derramar sangre
inocente en nombre de Dios. Francisco, peregrino de la esperanza en la Tierra
Santa y pecadora, que vio nacer, vivir y morir a Jesús de Nazaret.