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sábado, 5 de julio de 2014

El cáliz de Claudio: Cara a la pared


La primera vez que me castigaron estaba en la guardería. No tardé mucho, la verdad. No recuerdo que hicé, pero mi maestra -o seño- debió considerar que era lo suficientemente importante para imponerme una pena punitiva. Me mandó a la otra clase y, a mis cuatro añitos y a principios de los ´80, aquello fue turbador. Creo, sinceramente, que ha sido el mejor castigo que he recibido jamás. Y, fuera lo que fuere que hiciera, sé que no lo repetí.

En el parvulario me quedé sin jugar en la arena más de un recreo y en la EGB -en séptimo- me cargaron con la culpa de una caricatura de un compañero que emulaba a Cyrano y me pasé 40 minutitos de reloj en la puerta de clase con el dibujo entre las manos como un preso americano que aguarda la foto policial, ficha en mano. Cualquiera que me conozca lo suficiente sabe que cuando el Señor repartió los dones no me dotó ni con la pintura ni la caligrafía (un tipo de letra tortuoso y una incapacidad innata con el trazo). En conclusión, aquel era un castigo injusto y se lo hice saber al profesor, una vez cumplida la pena, de forma tan expresiva que me costó un segundo castigo (el recurso no prosperó) y así sucesivamente, durante lo que quedó de curso.

Los ´90 y lo políticamente correcto empezaban, pero un servidor entraba en la pubertad como las reses bravas por Estafeta. Así, el instituto en un colegio solo de niños no enderezó la situación. Y me vi en una mesa aislado o, mejor aun, de cara a la pared. 

En aquella época, los motivos para el castigo eran dos: el primero, que siempre me pillaban; el segundo que, de tanto abusar del primero, me consideraban reincidente y, ante la duda, castigo para Blasito. Y esa duda, mientras estudiaba la asimetría del gotelé de la clase salesiana, me irritaba sobremanera. Tanto que no paraba de relatar en silencio y aguardaba el momento de regresar al pupitre para que me castigaran con razón fundamentada y palmaria.

La facultad trajo otro tipo de desencuentros. Allí, el castigo a los debates dialécticos y a las estancias en la cafetería venían en forma de convocatorias gastadas como las vidas de un gato. Siempre me quedó el regusto de la batalla perdida cuando el poder coercitivo del profesor venía por una diatriba verbal. Eso me hacía importante y, con 20 años eso tiene su cosa. Unos profesores me veían como el hijo de algún revolucionario (llámese libertador) sudamericano. Otros como un nostálgico del Régimen Anterior, esto último siempre me desconcertó por diversos motivos ideológicos que vinculan fe y creencias con ideologías determinadas (así nos va, pregunten en el ayuntamiento).

Y cuando ya me creía libre. Sin profesores observantes deseando el "error", fíjense que en cofradías pasa lo mismo. En cofradías y en Córdoba, claro está. De cara a la pared le gustaría a más de uno, y de dos, que el profe me pusiera de nuevo. O, mejor aun, con una pistola apuntando a la sien de cada sustantivo, verbo y adjetivo. De lo que no se dan cuenta es de que, llegado a ese extremo, probablemente preferiría el tiro antes que callar. Porque ver lo que se ve y callar o actuar como si nada pasara, que se hace, es un pecado mayor que el no denunciado. Y, que no se confunda con el verbo nadie (por si los entendidos que siempre leen lo mismo, se escriba lo que se escriba, no lo captan), denunciar lo que, el que firma en particular, opina de las cosas que no tiene por qué ser la verdad absoluta de las cosas.

Esa verdad tan genuina, cristalina y doliente ya la poseen los profesores cofrades modernos, algunos rectores y más de un catedrático que ya intentará ponerme de cara a la pared.

Blas Jesús Muñoz





RecordatorioEl cáliz de Claudio: Todo lo que me das



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