¿Qué quieren que les diga? Llevo toda la vida escuchando rimbombantes elogios facilones hacia los cofrades del pronombre, aquellos que siempre antepusieron “el yo sobre todas las cosas”, apresurándose a colocar su nombre en una placa o azulejo en virtud de esa enfermedad contagiosa que se traduce en el ansia de pasar a la posteridad, a cambio de treinta monedas de plata.
Pregoneros del egocentrismo que jamás tuvieron el menor pudor en modificar lo innecesario, o construir lo que nadie consideraba imprescindible únicamente por el deseo de ser recordados, por engrosar las páginas que configuran esa pequeña gran historia de nuestras cofradías que a veces se torna miserable. ¿Qué más da si para ello se hipotecan nuestras corporaciones hasta el infinito a costa de invertir un dinero que jamás fue nuestro o se engorda una deuda que soportarán otros? ¿A quién le importa si en el camino se fulmina parte del patrimonio heredado de nuestros mayores sustituyéndolo en ocasiones por un pedacito de vergonzante soberbia barata?
Por eso, queridos lectores, no quiero dedicar ni una sola línea más a quienes conjugan todos los verbos tras la primera persona del hartazgo singular. Ya se encargan suficientemente sus adoradores de endiosarlos hasta alcanzar la podredumbre sin necesidad de que tengamos que recordarlos de nuevo.
Y es que mi memoria cofrade, la que configura la infancia que se perdió por el sumidero de la lejanía, se construye con el nombre de los héroes anónimos que siempre estuvieron ahí, sin codiciar ni un segundo de gloria perecedera. Cofrades de verdad cuyo único deseo fue siempre el trabajo gratuito y desinteresado, el esfuerzo silencioso y escondido de quienes nunca pretendieron más medalla que la satisfacción por el trabajo bien hecho.
Los que abrillantaron candelerías, quitaron cera de las tulipas, abrieron cajas de cirios, trasportaron estructuras para montajes de cultos, bordaron escudos, adecentaron túnicas, pasaron lista en un ensayo cualquiera o la escoba mientras los gurús coleccionaban reconocimientos. Titanes del trabajo solidario, sin aplausos ni palmadas en la espalda que tuvieron siempre un destinatario de mayor relevancia, de insignia de oro, apellido o pedigrí, mientras solamente unos pocos reparaban en la incalculable trascendencia de estos hombres y mujeres, los que en verdad llenan de contenido la palabra hermandad.
Porque con el devenir de los tiempos, pasarán los vestidores, los floristas, los priostes, los capataces y hasta los hermanos mayores… y mientras ellos, piedras angulares de nuestras corporaciones, permanecerán ocupando su rincón de callado privilegio, sin precisar nada más a cambio que un trocito de gloria a la vera del mismo Dios y su bendita Madre, mientras las fuerzas respeten su lucha cotidiana y el mundo, injusto e ignorante, se empeña en incensar a los de siempre.
Gracias hermanos por toda una vida, gracias porque sin vosotros no existiría la Semana Santa…
Guillermo Rodríguez
Recordatorio El Cirineo