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sábado, 6 de septiembre de 2014

El cáliz de Claudio: Llámenme rojo


Si ahora mismo les dijera que soy de izquierdas, un rojo peligroso con ansias soviéticas y sueños habaneros, los amantes del pensamiento monolítico que desean amordazar a las cofradías, la religión y lo tradicional  a una determinada vertiente ideológica, ya estarían cortando la leña y preparando la gasolina para purificarme en su hoguera intransigente, caduca y no exenta de tintes borreguiles, de rebaño ciego o manada inepta.

Lo que sucede es que, en el otro lado, en la orilla oscura del republicanismo revenido, tampoco entenderían -mitad por falta de talento, mitad por pensamiento único y dictado- que a uno que llaman rojo sea cofrade y, para más bochorno, creyente. Ellos, que no llevan camisetas españolas porque les produciría una reacción urticante, son más amigos de recordar el pasado con victimismo (un servidor también podría hacerlo, pero tiene el defecto de mirar al presente, más desolador si cabe, e intentar hacer de la denuncia un aviso), de clasificar a la gente por la forma en que viste sin mirar la propia y de llevar la contraria por el mero hecho de quien lo dice.

Los borrregos del montón, como verán, están en ambos lados y, el problema, es que no se sitúan necesariamente en el extremo.

Así, por si alguien tiene la tentación de llamarme rojo que lo haga libremente, pero que -como mínimo- se preste a entablar un debate acerca del idealismo hegeliano, del materialismo y de camino del agustinismo político para que el asunto dé sus frutos y no sea una conversación vacua sobre los estereotipos de siempre.

De momento, lo que parece claro es que ambas partes no hacen sino perjudicar sistemáticamente a esta ciudad y a todos sus estamentos. El último ejemplo, insignificante pero descriptivo, lo hemos encontrado en los cruces de declaraciones sobre la celebración de las Fiestas de la Fuensanta. 

Podríamos hablar del representante de Distrito y sus hilarantes declaraciones sobre el cariz religioso que está tomando la Velá; o del uso político de un consistorio al que solo parece preocuparle el control de todo lo que se mueve (no se equivoquen, no parece que a ellos les preocupe el contenido religioso); o el silencio al respecto del rector de las cofradías (a quien parece preocuparle más lo que se escribe en esta página y para más parecer, si quien firma es el aquí presente).

Podríamos, pero la verdad es que me ha llamado mucho la atención, por su inconsistencia argumental, un artículo del director de Cordópolis. Mis pupilas casi rompen a sangrar (mezcla de risa y pena), leyendo un alegato en favor del Caimán. Imaginan que en Barcelona cuestionaran sus tradicionales fiestas de la Mare de Déu de la Mercè y, para hacerlas más acordes a los tiempos las denominaran, qué se yo, Velá del Cobi. Claro parece que, allí, un buen progre no vería rancio que el discurso del pregón tuviera que ser en catalán, pronunciado por un catalán viejo y con los colores de la señera, tan parecidos a los de la bandera patria, pero esos no son urticantes ¿Será por la disposición y el grosor de las franjas?

Apelar al caimán es tan cateto como los pusilánimes argumentos que se exponen en dicho artículo que parecen más propios de un escolar que del director de un medio. Pero si tanto gusta de la leyenda del caimán y tan poco -por lo que se interpreta de sus palabras- de la de la Patrona que, para su desgracia sale hasta en procesión, le recomiendo a Gustavo Adolfo y sus Rimas y Leyendas y que tenga una charla con alguien que no parecía no querer que se celebrara la procesión y, cosas del destino, es tremendamente cofrade. O, mejor aun, solicite al club de fútbol de la ciudad los derechos de autor de su mascota y que la entronicen junto al pocito y así dar el verdadero nivel cultural que gusta por estos lares.

Al final, el continente paleto que alberga esta ciudad parece unir mundo naturalmente opuestos o, quizá, sumamente parecidos. Llámenme rojo, pero ¡Por favor! No me confundan con ninguno de esos o tendré que escribir con el ánimo -y lo que no es el ánimo- lleno de antidepresivos.

Blas Jesús Muñoz











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