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martes, 9 de septiembre de 2014

La Firma Invitada: Contigo aprendí


Un día mirándote, Maestranza, pensé, mientras te acariciaba con la mirada y te confesaba en silencio la locura de amor que siento por ti, que la vida de un sevillano siempre está detrás de un arco. Sí, la vida de un sevillano está detrás de los arcos de esta plaza, detrás del arco que cruza la Macarena o detrás de los arcos del puente en los que manda la capitana. O, mi caso, detrás del Arco del Postigo, hacia ambos lados. La vida de un sevillano siempre está detrás de un arco.

Arcos de piedra de la Catedral, arco del pozo de aquel patio de vecinos o arco de la puerta de casa. Arco de ceja de la Virgen de los Reyes, arco de su paso de tumbilla o arco mágico del tiempo.

Contigo aprendí, Maestranza que en Sevilla hacemos magia con el tiempo. La mirada del Gran Poder dura un suspiro, pero atrapa toda la vida. El Señor es el dueño del tiempo. Romero cogía su capote y era capaz de parar el tiempo, de dormirlo. Tejera ataca el sólo de Nerva y los compases de un pentagrama duran una eternidad y se quedan a dormir en. El tiempo en Sevilla se rige por la magia y no tiene más medida que la medida exacta del tiempo sin tiempo.

Lo aprendí contigo, Maestranza, cuando aquella tarde no me importaron los minutos viendo los naturales de Emilio Muñoz, cuando no me preocupaba la hora que era delante de tanta belleza. En Sevilla hacemos magia con el tiempo, sí. Todos los pasos de Cristo y de Virgen se detienen en los relojes del Cronómetro de la calle Sierpes. Cuestión de tiempo. De hecho nuestro calendario no arranca el 1 de enero en el reloj de la plaza Nueva, sino el Domingo de Ramos en las tablas de la rampa del Salvador porque el año nuevo de Sevilla nace siempre en Semana Santa. Es tan verdad que hacemos magia con el tiempo que en Sevilla iniciamos el año cuando sabemos que la Borriquita se pondrá en la calle. Y el Domingo de Resurrección nos vamos a los toros para celebrar el fin de año. Y todo empieza otra vez, la herencia y la emoción, la espera y la esperanza. Lo saben las esquinas de nuestras calles –ese lugar donde los pasos permanecen más tiempo- y lo saben las piedras de los tendidos de la Real Maestranza, y sus tejas y las banderas, y las tablas rayadas con los pitones del tiempo, puñaladas que buscaban carne y encontraron madera.

En Sevilla hacemos magia con el tiempo. En Sevilla te dan diez minutos para hacer una buena faena y si te pasas te sacan el pañuelo del aviso. Aquí todo tiene su sentido de la medida y del tiempo. Por eso las calles parecen diseñadas para que pasen con apuros nuestros pasos de palio y las hermanas de la cruz se arrodillan delante de la Esperanza el tiempo justo que dura el eco de sus voces.

Contigo aprendí, Maestranza, que justo delante, enfrente de tu Puerta del Príncipe te colocaron…un reloj. Un enorme reloj. Sevilla y su tiempo. Las horas y los minutos tienen en esta tierra un sentido mágico, sobrenatural. Una chicotá mide el tiempo exacto, ha de ser breve e intensa. Una estocada, que significa muerte, ha de ser precisa y breve, casi fugaz. La levantá es ese rápido espacio de tiempo que tiene lugar entre la llamada del martillo y el empuje del alma hacia el cielo de Sevilla.

Lo aprendí contigo, Maestranza, que la corrida de toros no es un espectáculo en el que se matan a los animales, sino una representación de la vida misma. No es la muerte del toro, es un sacrificio ancestral a través de un rito para el que utilizamos el cuerpo y el alma con la ilusión de hacer patente las cualidades de un mítico animal en el que quisiéramos vernos reflejados para, como él, crecer, luchar, sangrar, esforzarnos y morir. Siempre con nobleza, fuerza, dignidad e incluso la esperanza de ser eternos. Es tanto lo que respetamos y amamos al toro que guardamos en nuestra memoria el nombre de los animales más nobles, e incluso el de sus padres, sus familias.

Contigo aprendí, Maestranza, el respeto y la belleza, el silencio y la ilusión. La brevedad de las caricias en el paladar y las miradas a un giraldillo que preside todas las cosas importantes de una tierra que me tiene absolutamente vencido y convencido. Es tanto el amor que te profeso que jamás, aun cuando pudieras hablar, podrías decirme que lo entiendes.

Es precisamente por todo eso, Maestranza, que tienes que entender que, sin embargo, el misterio más grande de tu tierra, el secreto mejor guardado del universo, la explicación de todo cuanto sucede en nuestro corazón, no se encuentre en tus entrañas, sino en la mirada del Señor de San Lorenzo, en los ojos del Gran Poder. Y en sus manos, y en su forma de andar, y en su cabeza, sus pies, su espalda, sus túnicas y cíngulos y, cómo no, en la capacidad que tiene su mirada para decirle al mundo que es Él quien posee el poder más grande que jamás hubo y que jamás habrá.
Sevilla guarda el secreto del tiempo. Es así. Lo tiene en su corona de espinas el Señor en San Lorenzo. Él dice lo que sucede, cuándo sucede y cuánto tiempo dura. Es así desde que llegó a esta ciudad en el primer cuarto del siglo XVII. Fueron pasando los años y Sevilla le fue concediendo el cetro y el trono, el amor mayúsculo, el respeto y la potestad para pasear la pasión bajo la cruz de cada calle por la que pasa y por la que no pasa. Él sabía dónde quería vivir. Y vino a quedarse aquí, para siempre.

El señor del Gran Poder de San Lorenzo es, pues, el dueño del tiempo, el padre de lo efímero y lo duradero, el señor de la estrategia de las estrellas, que sólo se mueven obedeciendo a su dedo. El Gran Poder de Sevilla.

Contigo aprendí, Señor del Gran Poder, que el tiempo no es más que una zancada tuya, que el reloj de detiene cuando vienes y también cuando pasas. Y se muere cuando te vas.

Contigo aprendí, Señor del Gran Poder, que los viernes tienen sentido, que existen los milagros porque eres tú quien los dictas. Que el dolor es llevadero, que el miedo tiene las garras más cortas y que todo es posible por ti y para ti. Que cada Madrugá muero a tus plantas y que, un día, mirándote, entendí que Sevilla tiene un dueño: eres Tú.










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