La edad era escasa y, supongo, el recuerdo idealizado. Con mi campanita, brillante ante mis pupilas de niño, y frente al pocito todo parecía ser el resultado de la pura magia. Eran los años del descubrimiento, en los que el pecho se encogía con una sensación de felicidad tan completa -que solo volvería a retazos- que parecía mostrarme una ciudad tan encantadora como las de mis cuentos de las mil y una noches.
No había alfombras, ni más desierto que el olor a tierra mojada con que se regaban las terrazas de septiembre. Lo que sí había era una Imagen de Mujer. Un rostro el de María en cualquier acepción posible que, desde que tengo uso de razón, me atrae y me lleva por mil senderos perdidos donde encontrar la paz y la calma que tanto se ansía.
Aquella tarde no tenía ni cinco años. No me pidan un recuerdo exacto. Sencillamente su rostro clavado en mis ojos de niño, en mis labios entreabiertos, en una oración que ni siquiera sabía que estaba rezando: ¡No te vayas nunca; no me dejes solo...
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio Mis instantes favoritos: La firma del Santo Sepulcro