Blas Jesús Muñoz. Un poder mayestático. Una soberanía única, monarquía absoluta. Pudiera ser Lunes o cualquier noche que avanza, inexorable, hacia la oscuridad del ser donde la materia se abandona de su realidad de carne y huesos para mutarse en ánima que lo acompaña tras el velo, tras la luna que lo observa pálida. Porque estamos en la noche en que todo duele e iguala a los seres en su condición de mortales.
Es una noche aciaga. Alfa y Omega de los escritores que lo observaron a principios de otro siglo. Crónicas desconocidas de crepitar de cera, de rezos y letanías, que narran el impacto que provoca la Imagen al ser observada por vez primera. Y, sin embargo, los pergaminos se conservan en un secreto acordado que se desvela al iniciado. Un código de siglos, de miradas, de canto ronco y profundo que lo llora, que suplica, que anhela.
La torre de Hernán Ruiz queda huérfana, sombría, mientras Él camina hacia quienes no saben aun que lo están buscando. El silencio va acallando la parte más frívola de la ciudad que se atranca en el nudo de su propia garganta. El Remedio de Ánimas avanza entre calles que no son calles, sino espectros de penumbras que lo llevan aguardando siglos. Toda la construcción se vuelve más irreal si cabe al paso del Remedio de Ánimas.
Recordatorio Entre la Ciudad y el Incienso: Sublime