Blas Jesús Muñoz. Sobre la tarde del Domingo de Ramos cae una fina lluvia de azules y soles. Un paraíso terrenal que persigue la luz como estado definitivo del alma, de la propia existencia. Los sones alegres de composiciones que llaman a la primavera, que la llaman por su nombre, flotan sobre la atmósfera de la ciudad que lleva su nombre grabado.
La Esperanza sale de San Andrés en busca de cada cual, de cada uno, de cada ser anónimo apostado en la acera y que, a su paso, dejará de serlo. La Esperanza recibirá y dotará de un fulgor de miles de abriles encontrados a cada uno que la mire, entre los acordes más secretos que miran a otro tiempo, futuro y pasado, donde el presente se convierte en mero instrumento del tiempo.
Un mar de gente la ansía a mitad de tarde o cuando la noche se transforma en otro encuentro tibio de patio cordobés, donde las imágenes se insinúan en sombras proyectadas sobre la cal de las paredes. Un mar de gente asoma a la vida que, promete y se renueva, al paso -casi inmaterial- de la Esperanza.