Durante muchos años creyó vivir al margen de devociones rancias, de clichés gastados y de estampas, con filas de personas esperando, que mostraban la imagen de la ciudad que nunca le gustó. En ese tiempo llegó a creer que podría cambiar el curso de los acontecimientos por sí solo y hacer de su Semana Santa la de todos, sin contar con nadie.
Pasaron los años y, en un antiguo arcón, bajo los estratos de recuerdos e historias personales, una fotografía de Ella quedó, casi para siempre, en el más absoluto de sus olvidos. Un regalo desagradecido del que no recordaría ni quién se lo entregó.
La vida era sencilla, entonces. Cofradías, tertulias y comodidades que, de repente, sin saber cómo ni por qué, una mañana se desvanecieron como un azucarillo en el café. Primero, le alcanzó la incomprensión más absoluta. Después, la desesperación, la rabia y la desesperanza. Su vida se había evaporado y tenía que reinventarse.
Escuchó mucho esa última palabra en aquellos años de travesía por su particular desierto. El problema radicaba en que para reinventarse tendría que haberse inventado la primera vez que no lo hizo. Y así, perdido y sin rumbo, decidió que su existencia solo sería camino, pero un sendero sin señales ni rumbo, errático.
Pasaron días, meses o décadas. El tiempo había perdido su significado cronológico. Una tarde de sol casi primaveral descubrió como sus pasos lo habían llevado hasta las inmediaciones de San Jacinto, donde -afuera- los cantos juegan en el suelo narrando viejas historias de la ciudad. "No tengo nada que perder" -pensó, mientras se ponía en la fila que aguardaba para Verla.
Observó los carteles que anunciaban el Año Jubilar, sobre la pared encalada que le recordó los veranos de la infancia. Subió los escalones pretéritos y, al girarse, un temblor de Viernes Santo, le palpitó en la yema de los dedos. Su rostro le fijó la mirada durante unos segundos que bien pudieron ser siglos para, después, apercibirse del primer banco, donde una anciana y un niño, la miraban en silencio. Con la emoción inequívoca que se proyecta desde los ojos.
Salió apresurado, de vuelta a casa. Abrió el arcón y sacó todo cuanto había hasta dar con la fotografía. Seguía sin recordar quién se la entregó, pero poco importaba ante cuanto había sentido. Miró la efigie de la Señora y, lentamente, giró la estampa. Unas letras inscritas por la tinta gastada del pasado, rezaban lo mismo que él acaba de prometer en su templo a la Virgen:
"Cuando la veas como se mira por vez primera, sabrás que ya nunca faltarás ningún Viernes de Dolores"
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio El cáliz de Claudio: Yo dimitiría...