Las cofradías podrían, por qué no, asemejarse en cierto sentido a una película de Takeshi Kitano, cuando las mismas muestran su simbolismo ceremonial que las convierte en un tótem decadente cuyo final es inevitable y su caída heroica. No más lejos, esto último, de cualquier novela de Fitzgerald en que el héroe muestra sin rubor -y con almidón en el cuello de su camisa y en las puños de la misma-, su parte natural de villano.
Momentos agridulces, de elevación y caída cíclicas, que construyen una historia que se ama y enamora porque hiere. La herida, normalmente, lleva el marchamo de la muerte y, en su interludio, no hace nada más que sobrellevar la agonía con el estoicismo propio de la tierra o la alegría tapa vergüenzas de la otra orilla, que no es más que el canto final que, en su alegato de falsa luz, esconde del aria fúnebre.
Las cofradías tocan su ocaso desde que nacieron. Y, tal vez, de no haberse producido la Contrarreforma, su concepción letífica prevalecería sobre la penitencial. Sin embargo, la penitencia autoimpuesta no es un mal, sino que más bien parece una necesidad del cofrade que, como envuelto en las rutilantes fiestas de los Happy Twenties, se obceca en desatender la realidad que se le muestra cuando llega la resaca y prefiere tapar su mirada y su pensamiento con la almohada.
Las cofradías, como casi todo cuanto se desenvuelve en el ciclo histórico que nos ha tocado en suerte, ya no pueden avanzar más, crear algo diferente, desarrollarse más lejos de cuanto fueron. Pueden retornar a sus cimientos, a las fuentes de las que manaron y buscar la pureza perdida. Pueden desvariar y, en su delirio, creer que inventan cuando no hacen sino añadir más barro al mamotreto. Pueden mimetizarse con otras parcelas de la sociedad, pero no dejaran de pertenecer a ella porque no suponen mayor anacronismo que el de la propia sociedad en sí.
Nacieron para morir, pero también y más importante, para resucitar como el apostolado que se supone que practican. Esa labor se olvidó y, con ello, la esperanza en el mañana. Probablemente, las veamos (nosotros o nuestros hijos) morir. Pues estamos en el momento álgido que precede a la caída. Verlas resucitar ya será objeto de generaciones, aun invisibles.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio El cáliz de Claudio