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miércoles, 2 de diciembre de 2015

El cáliz de Claudio: El único recurso


Hubo una madrugada, cabalgando entre el Martes al Miércoles de Pasión, que lo cambió todo para siempre. Durante aquellos meses precedentes, lo imaginé, arrogante, quise creer que sabía cuanto iba a sentir, lo vi en su mundo tan interno, tan seguro y yo con tanto miedo. Si por las noches no se movía, mi corazón cogía en un puño y todo eran caricias hasta que, aliviado, sentía como se agitaba, quién sabe pensando qué. Pero aquel amanecer de abril me trajo una primavera distinta, una por la que pedí que hubiera mil, aunque sepa que apenas me quedarán -en el más optimista de los casos- medio siglo.

En la noche que doy un sorbo más a este cáliz, con la emoción de no saber nunca cuál será el último, les reconozco que ha sido un día complicado. Y que me sigue costando entender la pérdida, aunque sea de los demás, como cuando tenía once años. Entonces, como ahora me refugio en el teclado táctil de un teléfono, lo hacía con mi bolígrafo y las manos se me emborronaban de tinta. Y caminé por el desierto de la comprensión e incomprensión de la muerte de la mano de Dios o, tal vez, de la del diablo.

Ante la muerte, no solo hay náusea o absurdo, dolor o locura. Hay también esperanza, el abrazo de la fe que uno escogió sin ver, con la ceguera de los sentidos, pero con el alma templada mirando al cielo, esté dónde esté. Vivir no es sencillo y la prueba se vive día a día. Antes, la parte existencialista, mis libros de Martin prevalecían en la estantería. Ahora, las lecturas son más noveladas y hablan de cosas sencillas e intento aprender lo sustancial de cada vida, por simple que parezca.

La muerte, cuando me enfrento a ella cada Semana Santa, me espanta pero me insufla un porvenir distinto. Es la única forma que tengo de mirar cada mañana a mi hijo sin sentir un pavor que me inmovilice. Quiero jugar con él mil años, aunque sepa que es imposible. Ya les digo que el trago de este cáliz sabe mejor y peor en un día que la he vuelto a ver de cerca y la pérdida se arroga de la incomprensión de una niña. Solo nos queda nuestra fe, en ese instante definitivo.

Blas Jesús Muñoz









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