Acaba noviembre y sobre la mesa no restan más días que los de un futuro incierto. Por más años que pasen, estos días siempre me recuerdan a Juan de Mesa y a una fascinación primera que puso mi pequeño universo del revés. Pero el mes terrible se sigue acabando y, en su estela fúnebre, para siempre quedarán grabados los momentos en que París era una Fiesta. Hemingway está más allá de la estantería donde guardo los capítulos que han ido conformando mi vida.
La televisión se hace breve, pero tanto ella como la radio no dejan de hablar de lo mismo. Las ondas me llegan ahora por el móvil, pero sigue siendo la voz la que me descubre otras realidades que dejan el espacio necesario para que la imagen se construya sin necesidad de que los fotogramas me dicen aquello que debo ver.
Leo como un imán habla de la guerra en la que ya se supone que estamos inmersos y me pregunto si alguna vez hubo paz, propiamente dicha. Tal vez, Gente de Paz pudo haberse alumbrado en una época de bonanza moral, o al menos económica, que nos hubiera convertido en profetas de las desgracias futuras. No hay caso. El tiempo dictó hace tanto su sentencia que nos toca mirarlo con incredulidad y pasmo, como Belmonte ante el astado tras la muerte de Joselito.
Me pregunto cada noche qué puedo dejarle a Marcos, si hasta de mis cofradías soy un apátrida. Quizá, ahí esté escondido el tesoro, custodiado en un desafecto que me desata y me entrega una pequeña parcela de libertad que es como un sorbo amargo de Nolotil que te envenena, mas a la postre consuela en la dosis adecuada.
La noche de este cáliz es más oscura, pese a que la luna casi quiera desafiar al amanecer con su brillo reflejado. Llegará un momento en que la lluvia caiga sobre nuestros impermeables verdes, mientras caminamos cabizbajo cubiertos por nuestras capuchas. No será un eterno Nazareno. No será un costal. Ni tan siquiera una dalmática. El uniforme será otro y los días serán los de otro noviembre, frío, en el que nuestros temores seguirán acechando.
Blas Jesús Muñoz