Parece inaudito que el ser humano se empecine de manera perpetua en tropezar con la misma piedra que conduce de manera inmisericorde al desorden y al abismo, pero la tozuda realidad demuestra de manera científica que esta es una condición indisoluble con nuestra propia idiosincrasia. Mientras se aproxima paulatinamente el ocaso de un nuevo año y los que ya alcanzamos cierta edad adquirimos de manera fehaciente conciencia de lo efímera que es la propia existencia y la que nos rodea, algunos continúan anclados en la rueda de la autodestrucción sin nada que les haga recapacitar hasta que lo que agoniza está muerto del todo, por mucho que se les pida o advierta por las buenas o por las bravas.
Hace unos días mantuve una de las conversaciones probablemente más inservibles de las que he tenido en mi larga historia de charlas inútiles, esas que se suelen producir a altas horas de la madrugada, con alguna barra de bar de por medio. He de reconocer que el instante me pilló de improviso y quiero creer que lo mismo le ocurrió a mi interlocutor, atenazados ambos por la petición de un amigo común que directamente nos condujo casi a traición hacia el campo de batalla.
Poquísimas horas después de aquél encuentro, que hizo ponerme cara, para mi disgusto, a algunos de los que llegaron cuando yo ya me había largado, la cruda realidad en forma de limpieza táctica disfrazada de normativa, destrozó por completo la escasísima esperanza que de algún modo podía haber destilado, aunque fuese de manera casi imperceptible, aquel reencuentro con aquél que nunca fue un amigo sino un conocido (sin pausa de por medio, no me malinterpreten), pero con el que viví parte de mi entrañable infancia entre las cuatro paredes en que aprendí a ser cofrade.
Confieso que, para mi sorpresa, encontré a un hombre sin pinturas de guerra, desconozco si por convencimiento o por soledad, pero la realidad es que aquella conversación fue más un monólogo que otra cosa. Sin embrago, si alguien, con toda la buena intención del mundo, pretendió un acercamiento real, desde mi punto de vista, aquella charla quedó en poco más que en un rosario de consejos emitidos de manera unidireccional con escasa expectativa de que fueran asumidos por el destinatario.
Y es que para escuchar no es suficiente con oír, hace falta mucho más. Para empezar es imprescindible ser consciente de que hay cosas que se han hecho mal y poner remedio automáticamente, saliendo y sacándonos a todos de manera inmediata del círculo vicioso de desolación que continúa creciendo como una devastadora mancha de aceite desde hace ya nueve larguísimos años. La sensación de aquella noche fue que tenía frente a mí a una persona cansada, quizá demasiado cansada a estas alturas de la película, incluso en cierto modo abrumada por las circunstancias, que está siendo influida de manera muy negativa por buena parte del entorno que le rodea, que quiere autoconvencerse de que controla perfectamente la situación de la que es inevitablemente protagonista, y de que aquellos que están dañando irremediablemente la labor que tantas veces soñó desarrollar y que en algún momento pareció atisbarse de manera esperanzadora, están actuando por amor a la hermandad que dicen defender, engañándose, justificando lo injustificable y negando la evidencia de que solamente existe una posibilidad de provocar un giro copernicano al rumbo que por obra y gracia del odio y la ineptitud de buena parte de los que están sembrando cizaña en su cercanía, mantiene su barca en medio de la tempestad; la reestructuración y el nuevo comienzo. Lo opuesto, implica perpetuarse en el barro, ensuciando cada vez más aquello que estoy convencido que le duele ver herido. Cuando el camino emprendido es erróneo, solo existe la opción de volver hacia atrás y encontrar el sendero correcto, lo contrario conduce al fracaso absoluto, al caos y al desastre.
Sigo pensando, tal vez pecando del mismo deseo de autoconvencimiento que el que detecté en mi interlocutor de aquella noche, que a pesar del daño causado, aún hay margen para la reconciliación. Pero si realmente se desea alcanzar esta paz tantas veces cacareada, resulta imprescindible en primer lugar abrir las puertas de par en par, pero no para esperar que quienes se marcharon regresen por propia iniciativa sino para salir a buscarlos en cumplimiento de la palabra empeñada, de las promesas hasta ahora incumplidas y vacías. En segundo lugar, es indispensable no justificar el daño causado bajo ningún concepto, porque muchas de las formas desarrolladas han sido impresentables, sin paños calientes, aunque el fondo pueda albergar cierta defensa amparada no tanto en hipotéticas razones sino en la capacidad legítima para la toma de decisiones que tiene un órgano de gobierno. Por último, se antoja fundamental extirpar los tumores que diseminados por diversos órganos del enfermo están conduciendo de manera irremisible a su defenestración. Cumplidas estas premisas de partida es esencial cambiar absolutamente la forma de actuar, la propia y la de quienes pululan alrededor, porque el perjuicio provocado es innegable y evidente salvo para aquellos que desarrollan esa mala costumbre de esconder la cabeza como los avestruces pensando que de este modo el entorno no les afecta y no sucede lo que les aterra.
Las maneras deben cambiar urgentemente y las personas también, y que nadie se engañe, mientras ambos requerimientos no se materialicen jamás será factible el retorno de quienes optaron por el exilio. En el tejado de quien ostenta el poder está la pelota, no les quepa duda. Perpetuarse en la fractura social, que sólo los ciegos se empeñan en negar, por enrocarse en unas formas impropias de un colectivo adscrito a la iglesia católica y prescindir de quienes llevan años apagando el fuego con gasolina o recuperar a quienes se alejaron de la tierra prometida porque un día sintieron que lo que un día fue su casa dejó de serlo, esa es la disyuntiva a discernir en este cruce de caminos.
Para bien o para mal, en estos momentos solamente una persona ostenta la potestad de conseguir que la paz capuchina sea algo más que un eslogan de campaña, y para ello resultan imprescindibles la concurrencia de varios factores: una enorme valentía solamente al alcance de los grandes hombres, tener la sabia capacidad de rectificar y la humildad necesaria, que nada tiene que ver costales e izquierdazos, para aprender de los fracasos y poner los medios para que se conviertan en aciertos. Si quien tiene la potestad vira el timón radicalmente todavía se puede albergar cierta dosis de esperanza. En caso contrario, el desastre se alcanzará ineludiblemente y será la historia quién dictara sentencia y terminará poniendo a cada cual en su sitio.
Guillermo Rodríguez
Recordatorio El Cirineo: Manipula que algo queda