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miércoles, 27 de enero de 2016

El cáliz de Claudio: Mi segundo nombre


No hay nada más emocionante, incluso inquietante, que un encuentro inesperado. Aun cuando el mismo tiene lugar por un espacio, a priori tan frío como una red social. Uno pasa y repasa caracteres y fotografías similares hasta que, de improviso, una imagen te atrapa -tan radiante- desde tu propio pasado. Del que es tuyo y, sin embargo, creías haber olvidado. No como un propósito, sino como una evolución de los años.

He leído, visto y escuchado tanta exactitud, a tantos oradores, en sus recuerdos precisos de la infancia que siento rubor al confesar que no consigo recordar la fecha en que, por primera vez, mis sentidos se enfrentaron a la imagen que pueden contemplar en esta fotografía. Durante más de un tercio de mi vida, mis Viernes Santos estuvieron junto a Él, al amanecer, cuando el Imperio Romano (tal vez, mi anticipo de la Centuria que me cautivó en San Gil) subía la cuesta de la Parroquia hasta tres veces para prenderlo.

Todos recuerdan el momento en que su madre los vestía y yo sólo puedo recordarla a ella, anudando cuidadosamente el cíngulo. La Cruz de Santiago en la capa que me fascinaba. El aroma de aquella casa. Tal vez, sean los únicos recuerdos que guardan un olor y que parecen vívidos sin esfuerzo al recordar. La penumbra quejumbrosa de la casa de mi abuela que me parecía un castillo de proporciones monumentales. Los guantes blancos que habrían de convertirse, por arte de magia, en un elemento místico del ritual.

Luego venían los tambores y el umbral de Santa María del Soterraño me descubría al asombro, a un escalofrío infinito y desconocido. A querer ser tan afortunado como aquellos hombres que lo portaban a hombros y fueron la prefiguración exacta que me empujó hacia el costal. Luego llegábamos al llano y, con la dicha de estar cubierto, podía recrearse en el rostro de mi abuela contemplándolo. Había tantos detalles que nunca podré saber si sentíamos lo mismo, aunque siempre pensé que ella sentía más porque llevaba muchos años -nunca demasiados- haciéndolo.

La bendición traía en la distancia la imagen de mi abuelo (a mis abuelos nunca les gustaron las cofradías), con el encargo exacto que ella le había dispuesto. Y la primera hora de la tarde, de regreso al templo, me hacía apurar cada paso con nostalgia del anterior. Un día supe que mi segundo nombre se lo debía a Él y fue la primera vez en mi vida que comencé a apreciarlo.

Blas Jesús Muñoz






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