Blas J. Muñoz. Las tardes corrían en contra de la Cuaresma. Las vigilias se preparaban para la definitiva y la oscuridad del templo fernandino parecía realizar su anuncio perentorio, frente a la capilla del Remedio de Ánimas. Se dejo caer cuidadosamente en uno de los bancos y, contemplando su Cruz, permaneció absorto.
Tras el rezo, la imponente imagen lo trasladó a la noche misma del Lunes Santo y los recuerdos le hicieron comprender que, tras su velo de tiniebla, las calles parecían transformarse en una arquitectura tan irreal como la muerte hasta que nos alcanza, nos iguala y define como criaturas dolientes a sus pies rendidos.
Comprendió que la flor que brotaba no era sino la certeza misma de la resurrección de la carne, cuando la muerte ya se ha descarnado y sólo resta el porvenir de los justos. Su piel mística cubría de una luz carnosa la capilla entre las tinieblas de su propia realidad.
La Cuaresma avanzó en su Miserere de faroles ricos que buscan alcanzar, unirse a la luz definitiva que irradia del baldaquino que sirve de Arca a la Virgen de las Tristezas. Todo ello en una noche fría con la humedad calando el tuétano del hueso que sabe que formará parte de sus huesos.
Recordatorio Donde nace el Azahar: De regreso