Blas J. Muñoz. Quizá, la época en que nos tocó vivir no resulte la más cómoda para hablar de las cosas de Dios, de las creencias profundas que uno pueda tener, de lo que se halla bajo la superficie... Aunque sea más sencillo dejarse llevar por las modas, la tendencia, tarde o temprano, cobra su factura inverosímil en forma de vacío.
Y a todo esto, Jesús Sacramentado salía en busca de Córdoba, mientras Córdoba le esperaba cantándole en el Patio de los Naranjos, sin importar lo que nadie pueda pensar porque Él siempre está ahí para abrazarnos. Es un abrazo cálido que, en Semana Santa, se proyecta en Imágenes que arrancan ternura y divinidad. Esta última cobra toda su dimensión en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que guarda como su mayor tesoro la imponente Custodia de Arfe.
El arte se eleva a Dios como una ofrenda imprescindible y, por los aledaños de la Catedral el cortejo avanzaba para mostrar que no hay mejor espacio para que las cofradías vayan allí por siempre. Entre tanto, los hermanos mayores acudían en un nutrido número a su cita con el Corpus, a dos días de la gran decisión.
Dirán que todo es anacrónico. Da igual. Los altares ideados para la ocasión dotaban por unas horas de una arquitectura distinta a la ciudad inmortal. Llamó especialmente la atención el que propuso la Hermandad del Amor, cuidando cada detalle. Aunque todos volvieron a demostrar la implicación, tenacidad y gusto de las hermandades que se muestran comprometidas con la Iglesia.
La tarde caía sobre Córdoba con los ecos de una fiesta grande. David S. Pinto Sáez, heredero de una estirpe de capataces de Córdoba, guiaba, como su abuelo, a Dios de regreso a su templo. Quizá, la tradición no esté de moda para muchos. Ya les digo, da igual. En cada uno de estos breves detalles y otros muchos, uno se insufla de esperanza al contemplar que Dios está en todas partes.