Este Domingo asistí a una verdadera lección magistral de cofradías, una auténtica lección magistral de fe y por encima de todo ello, una inequívoca lección magistral de vida. Una lección magistral impartida por un cofrade, con mayúsculas. Un cofrade de verdad, no de los que caminan por la vida con un halo de santidad, generalmente autoimpuesto. No de los que se dedican a repartir carnets de cofrade en esta Córdoba provinciana que guarda silencio mientras cuatro mentecatos siguen creyéndose por encima del bien y del mal por ser capaces de insertar unos cuantos miserables tecnicismos diseminados en un texto vacuo, sin más contenido que la autocomplacencia.
Frente a estos cofrades de pacotilla, están los auténticos cofrades, los que viven inundando de contenido cada segundo de su existencia como costaleros, capataces o nazarenos. No, no les estoy hablando de quienes escuchan marchas 366 días al año incluso cuando no es bisiesto. Les hablo de otra cosa. Les hablo, con un nudo en la garganta, de ser consciente que ser costalero es una forma de vida y que vivir como un costalero trasciende los aspectos superficiales para profundizar en la esencia. Esa esencia que implica entender la vida como una sucesión de chicotás en la que hay que vencer a las tribulaciones que intentan hacer claudicar la resistencia de quien aguanta bajo las trabajaderas, en la que hay que apoyarse en los fijadores que caminan a nuestro lado para ser nuestro apoyo impagable en los momentos en los que las fuerzas fallan, en la que hemos de caminar para encontrarnos cara a cara con el capataz y poder mirarle a los ojos con la seguridad y la tranquilidad de haber cumplido con nuestro trabajo con honestidad.
La lección de la que les hablo fue impartida por un cofrade que no precisa de más adjetivo, un cofrade sin nombre ni apellidos salvo para quienes tienen la suerte infinita de conocerlo. Un hombre que con total seguridad está viviendo su chicotá más dura y que lejos de desmoronarse bajo el peso incalculable del dolor más cruel, dio una lección impagable a todos los que fuimos testigos de su sufrimiento a corazón abierto, de su sentimiento sin recovecos, de su sinceridad descarnada y al mismo tiempo consoladora. En el momento más doloroso de cuantos les ha tocado vivir, fue él quien se erigió en ese mismo fijador del que nos habló para convertirse en el ancla de quienes se hallen navegando en el océano de la incomprensión y la duda, sabedor de que él mismo precisa de esa misma ayuda porque todos somos seres humanos, pero con la fortaleza precisa para servir de asidero para los suyos, de quienes ahora más le necesitan. Una fortaleza que emana de la fe verdadera y de una filosofía de vida que no alcancé a comprender en toda su extensión hasta que sus palabras retumbaron en mi alma con la rotundidad que deriva de la verdad sin matices.
Fueron las más bellas palabras que jamás he escuchado en una ceremonia semejante. Un discurso cargado de un amor y una autenticidad imposibles de aparentar, se sienten o no se sienten. Una emoción sin medida que brota del dolor y la ausencia, ¿qué duda cabe?, pero que se tamiza por la creencia completamente asumida de que tal vez haya terminado una chicotá, pero la Estación de Penitencia continúa y con ella el trabajo del buen costalero mientras lo mande el capataz. El Domingo, con absoluta sinceridad, sentí sana envidia hacia todo aquél que tiene la inmensa fortuna de poder llamarse tu amigo, de poder tenerte a su lado cuando hace falta la ayuda del fijador, porque no es fácil encontrar personas que sean capaces de dotar de sentido cada centímetro avanzado, porque la grandeza se demuestra en los momentos en los que las vicisitudes se empeñan en obligarnos a echar la rodilla a tierra y porque cuando la cáscara desaparece solamente queda la sustancia.
Probablemente llegarán momentos de desolación y estoy plenamente convencido de que decenas de manos cogerán la tuya para devolverte acaso una pizca del aliento que le has regalado a tu universo cercano. Bastaron unas palabras tuyas para comprender que eres plenamente consciente de que esto no es final de nada aunque pudiera parecerlo, como lo eres, estoy convencido, de que tu fijador seguirá siempre ahí, mientras el capataz te quiera bajo sus andas. Cerrarás los ojos y ahí estará, a tu lado y junto a tus dos costaleros, ofreciéndote el apoyo que siempre te dio, empujando cuando las fuerzas te fallen y enjugando el inevitable brillo de tu mirada cuando haga acto de presencia. Como estarán los cientos de fijadores cuya lealtad te has ganado con tus hechos, para servirte de consuelo como tú les serviste a ellos y para hacerte relevo cuando la fatiga te alcance.
Guillermo Rodríguez