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sábado, 8 de diciembre de 2012

Por mis pecados

Con frecuencia cuestiono las razones, la causa de tu destino cruel, y no encuentro respuesta al cáliz que apuraste, ni me consuela lo que aconteció al tercer día. Me lacera el alma la sangre de tus benditas sienes coronadas derramándose por tu cabello y casi siento el dolor mientras te observo en silencio, entre el ruido que me rodea, ese ruido que perturba mis pasos vacilantes, potenciado por la querencia de los que olvidan el verdadero sentido de todo esto; el ruido de lo accesorio que dejó de ser accesorio para ocupar el lugar preferente que siempre debiste ocupar Tú….y tu Madre… la que inmersa en Dolores de infinitud riega con sus lágrimas el valle de mis oraciones; un ruido que es como las ramas capillitas que no dejan ver el bosque de la Fe, de tu Grandeza…de Jesús hombre convertido en Cristo; vendido por los tuyos, entregado por el pueblo, azotado por mis desprecios… cargando con el madero de mis eternas faltas, crucificado por mis carencias y mis excesos… muerto por mi culpa. 

Y entonces es cuando me pregunto si merece la pena, Padre Mío; si merece la pena que te sacrifiques constantemente por un mundo que te olvida y te repudia, que se emancipa de Ti como las olas se alejan del centro del océano para morir eternamente en la playa de la lejanía y la soledad… y mi única respuesta es siempre la misma; por eso Tú eres Dios y yo un simple miembro más de tu imperfecto rebaño; por eso eres Bondad Infinita; porque Tú tienes respuesta a todos los misterios, aunque yo no sepa entenderla, aunque mi torpeza perenne me haga seguir habitando en la ignorancia. Y por eso, al final de mis pensamientos, regreso al punto de partida, cerrando el círculo, y rogando tu amparo, pidiendo que cojas mi mano y me ayudes a caminar, como siempre… porque sabes que sin Ti no soy nada, porque te quiero y te necesito.


Por culpa de mis pecados
llevas la cruz del Martirio
tu pueblo te dio de lado
a lo largo de los siglos.
Bajo este cielo estrellado
cuatro clavos te han herido
y tu Sangre has derramado
por el mundo corrompido.
  

Salió y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos. Sus discípulos lo acompañaban. Cuando llegó al lugar, les dijo: "Orad para no caer en la tentación". Él se apartó de ellos como un tiro de piedra, se arrodilló y se puso a orar, diciendo: "Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Y se le apareció un ángel del cielo reconfortándolo. Entró en agonía, y oraba más intensamente; sudaba como gotas de sangre, que corrían por el suelo. (Lc 22,39-44)


Te vi en el huerto rezando...
Padre este cáliz aleja
porque me está atormentando...
acataré la condena
que se cierne con su llanto
por redimir a esta tierra.


Pilato se dirigió de nuevo a los judíos y les dijo: Yo no encuentro en El ninguna culpa. Hay entre vosotros la costumbre de que os suelte uno por la Pascua, ¿queréis, pues, que os suelte al Rey de los judíos? Entonces gritaron de nuevo: A Este no, a Barrabás. Barrabás era un ladrón. Entonces Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotaran. (Jn 18, 36-40 y 19, 1)


El Cordero fue prendido,
treinta monedas lo hicieron,
por un amigo vendido
y ante Pilatos lo vieron
azotado y dolorido.


Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un manto de púrpura; se acercaban a él y le decían: "¡Viva el rey de los judíos!" Y le daban bofetadas. (Jn 19,2-3)


Una corona de espinas
y un cetro para burlarse,
como dicta su doctrina,
quiso el Señor perdonarles
poniendo la otra mejilla.

Jesús quedó en manos de los judíos y, cargado con la cruz, salió hacia el lugar llamado "la calavera", en hebreo "Gólgota", donde lo crucificaron. (Jn 19,17-18)



Lleva a cuestas el madero
de la muerte y el pecado;
quiero ser tu cirineo
y ver tu peso aliviado,
Divino Rey de los Cielos.


Le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y en el centro Jesús. Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena; Jesús, viendo a su Madre, dijo: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. E inclinando la cabeza entregó el espíritu. (Jn. 19, 18; 25-27, 30)



Siete puñales clavados
por la cruz del sufrimiento
redimiendo del pecado
con fe infinita en el pueblo
que te tiene abandonado
por dioses perecederos.


Guillermo Rodríguez


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