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domingo, 15 de septiembre de 2013

Tarde de luz última

La aproximación de los pasos a la Catedral aconteció sin prisas en los primeros momentos y con tensión conforme llegaban a la Cruz del Rastro.

Al principio fue la extrañeza, esa sensación tan desconcertante de encontrarse uno en el lugar equivocado y en el momento equivocado. No era Jueves Santo pero por la Cuesta de San Cayetano bajaba el Caído entre quienes lo sienten desde siempre como su vecino, como la reparación a sus pesares, como el confidente que nunca falla, que siempre está ahí como un confesor de confianza para que uno entre sin que nadie lo vea y sin que nadie lo sepa a la iglesia en penumbra. Pronto ganó las Ollerías y se adentró en Santa Marina por el Colodro. Como si fuera un Jueves Santo reciente pero con una luz distinta, confusa. Una luz imprecisa, sin nombre, no de la primera primavera sino del verano postrero, del otoño que está al llegar. Una luz declinante. Última. Una luz que parecía que quería lucir como un Jueves Santo espléndido de toreros que se mezclan en la cola del paso con las mantillas y con los aguadores, de toreros vestidos de luto que saludan al respetable en el tendido de las aceras pero que al cabo sólo sería una luz testimonial, una luz penitente, inusual, extraña, desasogante.

Eran entonces poco más de las seis de la tarde y la función no había hecho más que empezar. Quedaban horas para su desenlace, para las bullas, para las urgencias de las fotografías tomadas con los móviles, para el papel albal de los bocadillos, para las barras de los bares atestadas en las que cada cual hacía su balance de la jornada. La gente lo sabía y por eso iba sin prisa: el cortejo llegaba al cruce de Alarcón López a su paso. Con tiempo. En la parroquia de Santa Marina había ya quien tomaba posiciones para la salida próxima del Resucitado, que acontecería poco después. El Rescatado andaba por la Magdalena, por sus alrededores. Y obró el prodigio. El misterio de la ciudad redescubierta. La que le espera a quien camina creyendo que la conoce pero que acaba perdido en las calles que piensa que se sabe de memoria. Falso. Andar es equivocarse de ruta. Y encontrar la correcta después de dirigirse a ninguna parte. Por fin la plaza de la Magdalena. Atestada. Desdibujada. Fuera de sí. Las cornetas de fondo. La banda de la Salud interpreta pronto, ya a la altura de la Facultad de Derecho, «Redemptoris Mater». Cambio de turno de los costaleros. Camisetas negras y blancas que conmemoran la cita histórica salen y entran de los bajos del paso. Besos a las parejas que esperan en las aceras con una botella de agua, con un bocadillo. Humo de tabaco. Olor a la colonia de las ocasiones especiales. Pamelas con plumas. Zapatos de plataformas. Tacones muy altos. Escotes. Rímel. Llamadas desde el móvil. Mensajes vía whatsapp. «En Santa Marina ahora no hay quien quepa. Vengo de Muñices de ver Jesús de las Penas. ¿Es que no hay manera de que los cordobeses vean una procesión sin comer pipas y sin tirar, además, las cáscaras al suelo?».


Tal vez sea mejor coger posiciones en la Ribera. Ése parece el grito de guerra callado de quienes transitan por Lineros con paso firme. Hay gente, pero se puede andar sin demasiados problemas. Es un espejismo. La realidad espera al doblar la primera esquina. El río no se ve. No, no es la maleza ni la frondosidad de los árboles de las orillas lo que lo oculta. No. Es Córdoba entera, que está en la calle, que no quiere perderse lo que le está siendo dado. Asusta la muchedumbre, y eso que queda un rato para que cristalice en una materia impenetrable. Son poco más de las ocho de la tarde y desde el extremo del puente de Miraflores más cercano al parque no existe la calle de la Feria. Ni la Cruz del Rastro: sólo hay una aglomeración creciente que se multiplica con mucha rapidez. Suenan cornetas a la espalda, al otro lado del solar en el que se iba a hacer el Palacio del Sur. Primero las del Amor, que enfila el puente. Tere se ajusta el costal. «Soy la costalera más vieja; quiero decir, la más antigua: hágame una foto para que salga en el periódico». Al poco se aproxima el Descendimiento con su cohorte de costaleros sin ojos a la vista, con banderas en los calcetines, con camisas de domingo.

El whatsapp da la alerta. «Lío en la Cruz del Rastro. Quejas de la gente por la mala organización. Porque hay voluntarios y no policías. Miedo da esto. Como pase algo, aquí no llega una ambulancia». Anochece en un instante detrás del Puente Romano, más allá de la Catedral a la que se aproxima como puede la representación del Via Crucis entre el júbilo de quienes la siguen y la controversia de quienes aseguran que la sufren. Para entonces la luz última del verano, la luz premonitoria del otoño ya no es luz sino una penumbra anaranjada, violeta y esponjosa.






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