Qué queda de la Sevilla inmutable a la que Antonio Burgos descifró en «un nazareno de El Silencio sobre un fondo de cal». Las cofradías no son más que una extensión de una sociedad que divaga en sí misma sin encontrarse, y como tal así se exponen siempre y cuando no profundicemos en la Caridad, parcela fructífera, ahora que más se la necesita, en base a múltiples y sostenidos esfuerzos.
Quizás parte de la descoordinación entre cofradías e Iglesia encuentre su origen en la propia reforma conciliar de 1969, redirigida por un ramal descristianizado que ha terminado por inundar a las hermandades de laicismo, falta de formación y un tanto también de déficit de cultura. Vale todo, y sobran etiquetas. Entre ellas, la más extendida y difundida en los últimos tiempos, la de rancio. Todo, absolutamente todo, es rancio, porque parece que el mero hecho bautizarse de este modo otorga caché, condecoraciones de falsa elegancia que, nada más lejos, en buena parte de los casos probablemente disimulen alto grado de complejos por el querer y no ser.
Siendo así, es decir, yendo sobrados de rancios en ésta la Muy Noble, Muy Leal, Muy Heroica, Invicta y Mariana Ciudad de Sevilla, supuestamente la Semana Santa, en su desarrollo como celebración religiosa vivida durante todo el año, debe o debería ubicarse acorde a dicha forma de pensamiento, no definida pero sumamente interpretada. Por tanto, pudieran ser calificados de rancios los menús del Macdona o el Burgueking un Domingo de Pasión; o las terrazas del Café de Indias, Los 100 Montaditos o La Sureña cuando lo que se busca es un remanso para los pies en el mediodía del Jueves Santo.
Será rancio, por tanto, que se estrenaran más de 60 composiciones musicales durante la Semana Santa pasada, mientras permanecen en los cajones obras de Dorado, Gámez Laserna o Albero, entre otros; como lo es que una agrupación musical aparezca en ordinario, a primera hora de la tarde del Domingo de Ramos, interpretando Sevilla tiene un color especial; o el flautín al modo rociero detrás de los pasos de palio; tal cual los interminables solos de corneta; o la irrupción de Rocío o Esperanza de Triana Coronada en la penumbra de la noche del Viernes Santo.
Y para rancio, el desproporcionado juego coreográfico de algunas cuadrillas; del mismo modo los costales multicolores (a la altura de la nariz); la circunstancia de que en algunas igualás se den cita más aspirantes (no hermanos) que nazarenos pone en la calle la respectiva cofradía; y por supuesto que un Misterio alegórico camine entre cambios cuando el Sábado Santo no es más que una llave que conduce a la puerta de la Resurrección. Rancia será entendida la interminable hilera de sillitas portátiles en la Cuesta del Bacalao; al igual que la reciente práctica de sustituir al clavel en los pasos de palio por flores de impronunciable nombre traídas de Sudamérica.
Rancia es la idea de seguir estirando el campanódromo; y como no, las salidas extraordinarias para conmemorar los veinticinco años de una talla o el aniversario de alguna cuadrilla de costaleros. Rancia, se entiende, es la feroz trinchera de trípodes aficionados que se adueña de la primera línea en cada besamano y besapié. Rancio es que en los solemnes traslados por el interior de los templos la oscuridad quede en anécdota entre tanto disparo de flash. Rancias son las desordenadas disputas por la vara dorada cuando confluyen dos o más candidaturas. Rancios son los innumerables actos de irreverencia cuando lo que se expone es el Santísimo Sacramento. Rancio es desacreditar las indicaciones de nuestro Pastor. Rancias se interpretan tantas cosas, que hasta se pierde la cuenta intentando enumerarlas.
La cuestión principal, dicho esto, es que ahora todo el mundo es rancio, ya sea por moda, o porque el concepto como tal, entronizado desde la perspectiva cofradiera, tan dispar a la definición que otorga la RAE, se desvirtúa al ritmo que lo hace el propio escenario que nos da cobijo. Por tanto, qué le queda de rancio a la Semana Santa de Sevilla, y qué, por consiguiente, permanece en el orbe de las cofradías durante el resto del año. La percepción, a la vista de ello, invita a pensar que, realmente, el ideal rancio ha sido o está siendo desbancado por las preponderancias frikis. Cuando ésa mutación culmine, de otra Sevilla estaremos hablando.
José Antonio Martín Pereira