Se me encomendaba para el artículo de esta semana una crónica del Rocío de la Fe. Una crónica, que intentaré realizar con el corazón, porque si lo hiciera con la mente..., más de uno de los que sólo van para foto, saldría escaldado.
Empezaba el día bien temprano y en carretera, cosa habitual en mí desde que me mudé fuera de la capital. Había amanecido un día soleado pero frío. El nerviosismo de la responsabilidad y el cansancio de haber trabajado duro durante varias semanas, e incluso meses, se podían ver reflejados en todos nuestros rostros.
Caballerizas, Catedral y San Pablo, no me quedó lugar por recorrer. De vuelta a mi casa con mi hermano y por las Tendillas, me dio tiempo, casi de pasada, a encontrarme con algunos amigos de Almonte, quienes preguntaban sin cesar dónde podían almorzar.
Eran las 13:50, tuvimos el tiempo justo de ducharnos, arreglarnos e irnos, poco tiempo nos quedaba para almorzar a nosotros, ya que teníamos que volver a San Pablo. Cuando llegamos, parecía que la primavera había retornado a la ciudad; parecía que las flores habían vuelto a brotar. Lo primero..., entrar a la capilla y rezar una salve interiormente. Se formó el cortejo y nos echamos a la calle.
Emprendí camino hacia la S.I.C., dejando atrás a mi Hermandad y en el interior del primer Templo ya pude sentir nítidamente el olor a marismas.
Por las pantallas colocadas para que todos los fieles pudieran seguir la Eucaristía, pude ver como iban entrando los Simpecaos de las Hermandades. Entró el Simpecao de Priego, a paso lento como Jesús Nazareno. Detrás aparecieron Puente Genil y Cabra, haciendo público su amor a la Virgen del Rocío junto a la Purísima y Sierra. Luego llegó mi madrina, la Hermandad de Lucena, trayendo el colorido del campo desde la Sierra de Aras. Y por fin San Rafael cumplió mi sueño de volver a traer a mi Hermandad hasta la Catedral y junto a nosotros la Hermandad Matriz. En Santa Catalina se detuvieron, mientras cantaban a la Virgen unos querubines con voces angelicales. En sus ojos pude ver la ilusión y las ganas; en ellos, se respira la fe más pura. Por ello, estoy convencida que la Virgen y su Niño, que se bajó con el coro a cantarle a su Madre, tenían que pararse allí.
Avanzó la comitiva, y poco antes de cruzar al interior, la Señora tenía una sorpresa guardada. Un cordobés encontró hueco en su costero. Fue llamado por sus hermanos de Almonte, para ser por unos instantes los pies de la Dueña de su alma. ¡Enhorabuena David!, Ella sabe recompensar los malos ratos de estos últimos años y como broche de oro, te quiso regalar este momento.
La Eucaristía comenzó, y la estampa del Altar Mayor era espectacular, me recordaba al Real marismeño, en pequeño.
Tras la Pontifical, ¡de nuevo a la calle!, y ya, bajo un cielo de estrellas, los Simpecaos se entronizaron en sus respectivas carretas, alternándose palmas, cantes y vivas. La comitiva buscaba entonces el centro de la ciudad, en todo momento acompañada de las Hermandades de Córdoba que tuvieron a bien montar un altar.
Mientras las Hermandades cordobesas buscaban el centro, Almonte ya se encontraba en él, y en primera persona, pude constatar la cálida bienvenida que la Hermandad del Sepulcro y D. Fernando Cruz Conde, dieron a la Hermandad Matriz.
Poco a poco, los cohetes se fueron escuchando más cerca y a las 21:30, desde la Compañía, salió María. Pocos esperábamos vivir lo que se vivió en la calle Jesús y María, donde Córdoba llamó a la Virgen, y lo hizo con algo tan característico como campanitas de barro.
Almonte se detuvo, como si de un Lunes de Pentecostés se tratara para que Córdoba le cantara al Pastor, y así ayudar a la Señora a dormirlo. Ya era tarde y aún seguía despierto. Ella lo acurrucó en su regazo para mitigar un poco el frío, pero Él quería seguir jugando.
La calle era un hervidero de emociones, donde al compás de sevillanas el Simpecao de Almonte fue avanzando lentamente hasta que fue entronizado en el magnífico altar efímero de la plaza de las Tendillas, obra de José Ignacio Aguilera.
En ese momento, hasta el reloj de la Plaza se detuvo. Todas las miradas se dirigían al mismo punto, la Virgen. Seis pueblos bajo una misma devoción. Tengo que reconocer, que para mí, fue el acto central del evento.
Luego, las hermandades fueron buscando de nuevo el río. Ese río que, durante el largo año, lleva nuestras plegarias hasta los pies de nuestra Madre. Cruzaron el puente y por fin se descubrió el monumento de la Virgen que se ha colocado en los jardines que llevan su nombre.
De allí, y con el frío calando todo nuestro cuerpo, se dirigieron a los Jardines de Alcázar, donde lo que más apetecía era un caldito y cantar sevillanas alrededor de una candela.
Una jornada que pasará a la historia, como bien han dicho. Donde muchos momentos, serán guardados en nuestra retina, nuestra memoria y nuestros corazones. Una jornada para la que la semana pasada, esta servidora pedía olvidarnos de todo y pensar sólo en Ella. Que olvidásemos el yo por el Ella.
Una jornada que pasará a la historia, como bien han dicho. Donde muchos momentos, serán guardados en nuestra retina, nuestra memoria y nuestros corazones. Una jornada para la que la semana pasada, esta servidora pedía olvidarnos de todo y pensar sólo en Ella. Que olvidásemos el yo por el Ella.
Esta semana, en el que también hay un acto de gran relevancia en nuestra Hermandad del Rocío, os vuelvo a pedir lo mismo. Dejemos el “yoísmo”, que tan bien ha descrito mi compañero Guillermo, y dejemos paso al nosotros con Ella.
Raquel Medina Rodríguez