Día dos de febrero, Parroquia de San Francisco y San Eulogio.
La exaltación realizada por Luis Miguel Carrión Huertas “Curro” nos había dejado un regusto especial en los labios; con esta sensación afronté la mañana del domingo pasado.
El primer pensamiento del día fue para mi hermano, mi “Kiko”, mi Francisco Javier de la Candelaria, el niño bonito, el que estaba de celebración junto con su bendita Madre, su vigésimo segundo cumpleaños. Felicidades hermano, felicidades por ser un día más la razón por la que sonrío.
Acto seguido, me dispuse a arreglarme para disfrutar de ese domingo. Cuando puse camino a la iglesia, junto con mi padre, los nervios iban haciendo mella en mí, y es que ese día, iba a poder alumbrar a mi Candelaria, a María Santísima. Mi grupo joven, ese que ha depositado en mí tanta confianza, me dio la oportunidad de salir de acólito en la eucaristía. Pese a las críticas acertadas -otras no tanto-, y pese al peso, valga la redundancia, de aquel cirial, yo disfruté como una niña. Como si hubiera pasado debajo del manto de mi Candelaria.
Presencié como prendía el romero a la entrada de mi lugar favorito en el mundo, cómo se iba pasando la llama de vela en vela, cómo la iglesia quedaba alumbrada para Ella. Sin embargo, pese al impacto que me causó verlo todo tan de cerca, había algo que esa mañana iluminaba más que todas esas velas, velas con su ramita de romero, la sonrisa de mi hermano era un generador de alegría que impregnaba toda la sala, qué radiante lucía, y esos ojitos con los que lo mirábamos, mi padre, sus amigos, conocidos de la Hermandad, incluso hortelanos que auguraron hacía veintidós años que el niño nacería justo ese día, y yo, su fiel compañera de batallas, la que le hacía de rabiar a todas horas.
Después de su sonrisa, mi mirada se tropezó con mi Paco, presidente del grupo joven de mi Hermandad, así como con la de mis niños, Javier Bracero, Manuel Arrebola y Francisco Luna, aquellos que intentaron calmar el torbellino que llevaba dentro. Gracias por cada sonrisa que me dedicasteis en la misa, junto con José María Benavides, que con sus manos enlazadas y su cuerpo erguido, trataba de animarme desde el banco de enfrente.
Conseguí llegar al altar, y pude sentarme. Me miré las manos, tenía en las palmas el dibujo del cirial, y sonreí. Sonreí porque aquel momento ya no me lo podría arrebatar nadie, sonreí porque fue para mí el 2 de febrero más especial de mi corta vida, sonreí porque me demostré que sí podía. (Bueno, vale, también sonreí porque el cirial no debería estar subido e intentaba deslizarlo hacia el suelo con cuidado).
Acabada la misa, tras la entrega a nuestra Madre del pan, las flores, la fruta, los pichones…, comenzó el besamanos. Cuando desde el altar miré hacia la puerta de la iglesia, pude apreciar que no era sólo mi corazón el que latía acelerado mientras guardaba mi sitio en la cola que me llevaría hasta la mano de Ella. Y llegué, y aún tengo el recuerdo de ese bendito momento. Tras mi beso, Javier López me sonrió, con esa sonrisa de niño y adulto que entrañan los jóvenes. Gracias.
Y fue así, como un domingo más pasó a ser ‘El Domingo’ por antonomasia. Y fue así, que fui feliz.
Bendita luz la que desprendes, Madre mía, haciéndole justicia a tu nombre, mi Candelaria.
María Giraldo Cecilia
Recordatorio La Voz de la Inexperiencia