Avanzaba la noche del Sábado Santo y, en la atarazana de la Compañía, los que quedábamos nos resistíamos al final de los acontecimientos. “Vivimos en el recuerdo”, me decía un gran cofrade de mi hermandad, de esos que hablan poco y hacen mucho. Y esto último me llevó a pensar, en las postrimerías de nuestra semana mayor, que el camino se demuestra andando y que, seguramente, el trayecto de esta ciudad es demasiado angosto y tortuoso por más que muchos se empeñen en ver las cofradías como Alice in Wonderland. Y me explico.
Llevo escuchando mucho tiempo como, desde ciertos sectores,
nos comparamos con esa ciudad que está ahí –tan cerca y tan lejos- y a la que
supuestamente no tenemos nada que envidiar. Y hasta he tenido que oír asertos
que vienen a compararse en ese nivel. No puedo sino pensar que son causas
distintas en mil sentidos, pues la historia, las circunstancias demográficas y
sociales son distintas. Pero el buen cordobés eso lo critica y al que se
desplaza allí en estos días que dejamos atrás lo trata cuanto menos de
apátrida. Y ahí está la primera cuestión. El localismo que nos invade y no deja
que veamos más allá de los naranjos de la Calle de la Feria.
Otra, se halla en el nivel del público. Siempre que escribo
de cofradías hablo de fieles y devotos porque quiero pensar que los hay entre
tanto comepipas que tiene el mérito de subir los activos de Grefusa en apenas
una semana al año. No sólo es que las calles estén alfombradas –en vez de por
romero como en Málaga- por una capa digna de un faquir, sino que la falta de
respeto es brutal. Cofradías de silencio cuyo espectador respetuoso lo mejor
que se le ocurre es llamar a la Antoñi a voz en grito, a aplaudir levantás
–porque aún se hace aunque vaya a menos-, a atravesar los cortejos con carreras
como si se estuviese en mitad de un fuego cruzado…
Y ese público va a menos por más que, desde algún sector de
la prensa se empeñen en negar la mayor. Quizá, sería mejor si fuese más
educado, pero la cuestión es que, quitando el Domingo de Ramos mi percepción personal
es que va a menos. Dos ejemplos sirvan: San Fernando a la vuelta del Buen
Suceso o Gondomar de regreso de la Buena Muerte. Dos por no poner más que los
hay. Pero el último es sangrante. Ver como los operarios de Sadeco riegan un
cortejo es para que el cabildo municipal (que tanto iba a cambiar en Córdoba
cuando gobernaran) se lo mire. Aunque tiene más cositas que mirarse, pero eso
ya es para una tesis doctoral.
Menos público y más turistas puede que deje más dinero en la
ciudad, que buena falta hace, pero a la postre es empobrecernos. Aunque,
seguramente, poco importe al máximo órgano de las cofradías. Porque ese órgano
chirría cuando marca los acordes y así se vanagloria de los millares de espectadores de una magna que,
como se ha visto, acudieron a lo excepcional como es lógico. Y hablan de
Catedral y el buen resultado que se vio en septiembre sin apercibirse del
escándalo organizativo que supone llegar con dos horas de retraso a tu templo.
Tiemblo cada vez que pienso en la carrera oficial allí y no porque no la
quiera, sino por lo que ha de venir… La vara, echar fotos a pie de calle, o tener una web mejor informada que la propia de la Agrupación (comparen un día cualquiera las noticias actualizadas en una y otra) es
siempre más importante que la institución, eso no lo dude nunca querido lector.
Y algunas de nuestras hermandades también deberían coger un
espejo (o un vídeo en este caso) y detectar sus carencias. Si no las tuviesen,
de seguro, el número de nazarenos no bajaría como baja cada año. He visto una
hermandad con poco más de quince parejas de nazarenos y mientras en un canal de
televisión se vanagloriaban del éxito del Carmen Doloroso al alcanzar este
año 350 nazarenos en una cofradía que apenas lleva unos años, aquí con ese
número en la calle eres de Champions League. Sin hablar de túnicas que nos
retrotraen a la época de la cartilla de racionamiento, de cortejos y pasos que
salen y entran y con eso les vale o de definiciones estilísticas de algunas
hermandades que brillan por su ausencia cruel.
Vivimos de recuerdos, sin duda. Y de esta Semana Santa hay
un par de ellos que ya están incrustados en la piel. Mejor lo bueno que todo lo
de antes, pero sin autocrítica no avanzaremos jamás. Y ésta es precisamente la
que siempre nos falta.
Blas Jesús Muñoz