Escribo estas líneas en las horas previas a lo que resta por venir. Todo. En unas horas, la vitalidad, la intensidad, el trasiego acelerado por el casco histórico y por algunos de los barrios de nuestra ciudad serán nuestro pan de cada día durante una Semana. Semana que, cuando pertenezca al reino del recuerdo, la evocaremos en los pequeños detalles, esos que van más allá de lo que cuando formamos parte de la masa no vemos, pero que de forma casi mágica nos vienen como la soledad pretendida entre el marasmo de público que parece desaparecer y dejarnos a solas con las imágenes en la inmensidad de la urbe.
De cada año, de cada día poseemos una imagen propia,
singular. Es el gran misterio de la Semana Santa y lo que la hace diferente
para Córdoba. No es una liturgia reiterativa, sino una actualización renovada
cada primavera. Y así, con mi amigo Antonio acudía cada Domingo de Ramos a ver el discurrir de la Hermandad de las Penas por la Calle del Pollo. Era un
momento diferente cuando la Cruz de Guía comenzaba a avanzar, mientras la fila
de público era aún escasa. Esa calma que empezaba a agitarse suponía el
momento, el instante en que nos percatábamos de que todo había empezado porque
aquella estampa, la luz, el olor, el simple paso del cortejo de túnicas no
salta al corazón en los vídeos, sino en esa vivencia exacta que no sabes si se
volverá a repetir más en tu existencia. Luego buscábamos a las demás cofradías
con las ganas intrépidas de la juventud que intenta abarcarlo todo y ese era el
gran sueño del Domingo de Ramos; cuando todo empieza, seamos jóvenes, adultos o
mayores, del Amor, Huerto, Penas, Esperanza, Borriquita o Rescatado, y buscamos
las hermandades con una intensidad distinta como la de los ojos de mi abuela
Teresa al contemplar al Nazareno Rescatado y recordaba aquellas saetas que se
le incrustaron más allá de la piel cuando las cantaba La Talegona.
Es una actualización. Una palabra renovada a cada y para
cada generación que observan la tradición de la ciudad de Osio que es tan nueva
como aquel Lunes Santo –de hace apenas un lustro- en que el palio de la
Estrella enfilaba por primera vez el palquillo de entrada en Carrera oficial
con Fernando Morillo al frente para, casi, retrotraernos a aquella cuadrilla
del Císter que trajo consigo otra forma de entender el mundo del costal. Y
transitamos en el tiempo entre las volutas áureas de un paso precedido por
nazarenos cuyo hábito mercedario quiere caminar por otro espacio que va más
allá del azul de la tarde tendida al sol. Túnicas y antifaces que esperan a la
noche, de vuelta a su templo, para formar un cortejo ancestral, sobrecogedor
como el tambor ronco que envuelve las calles de la Judería, estación a
estación, al paso del Cristo de la Salud. Mientras, en otro punto de nuestro
tiempo, el Remedio de Ánimas se eleva con el Miserere a la vez que un miembro
de su cortejo enlutado solicita la venía en Carrera Oficial con un discurso
traído del tiempo hasta aquí. Y en cada barrio las historias de sus moradores
(tenderos, obreros, amas de casa, niños, abuelas…) una y otra vez elevan su
piedad, mientras la procesión que marchó a la ciudad (desde el Campo de la Verdad,
Zumbacón y Huerta de la Reina) regresa a la casa que es suya.
Lo que resta por venir bien pudiera estar en el alborozo de
María Auxiliadora, en aquellos Martes en que de vuelta quedaba atrás el gentío
de ser azul salesiano y casi los costaleros que ya habían concluido miraban a
la Piedad a punto de pasar por San Lorenzo y la expectativa a pie de acera era
más calmada y remataba una jornada intensa tras la faena de otros costaleros
que observan el oficio de sus iguales. Atrás quedó en los Manríquez una mirada
pretendidamente solitaria que miraba, en la sola y última fila de público la
silueta de la Virgen de la Caridad a paso lento por Deanes como mirando a ese
solitario espectador en exclusiva, solo para él, el peso de sus párpados caídos
que lo comprenden todo.
Y los días se suceden en una concatenación irreversible que
llega al Miércoles para dar inicio al desenlace que se escribe en el rostro de
nazarenos cubiertos camino de San Lorenzo o Capuchinos. En el rostro de la Paz,
tras sus pupilas brillantes, un resplandor punzante recordará al “Niño” Muñoz,
a aquellas noches donde el hombre se embriaga con lo divino gracias a los dones
que se nos dan. Recordando otros en que, cuando mi padre llegaba del trabajo,
no le importaba el cansancio y me llevaba a verla de su mano inmensa como la
expectativa que me restaba. Mientras La Saeta redobla sobre el pentagrama al
llegar el Señor de Pasión al Arco de las Bendiciones o cuando suena la
composición sublime –inenarrable- que Nicolás Barbero le compusiera.
La tarde siempre regresa como una promesa. La atarazana de
la Compañía es testigo inerme de la composición cónica del Azahar que adornará
el palio del Desconsuelo. El patio de los Trinitarios observa cómo se forma la
cuadrilla del Cristo de Gracia. Por Yerbabuena La Nazarena nos transporta a
otro tiempo, a otra ciudad solo con su rostro ¿Para qué más? Es toda Ella,
sola. En otro punto, tal vez, el excepcional guión procesional de la Hermandad
de la Caridad pase desapercibido entre otros artificios; tal vez, en Cardenal
González el rachear de la cuadrilla del Cristo de la Buena Muerte parezca
entonar, casi irreal, la Saeta Cordobesa que le compuso Pedro Gámez Laserna.
Y el ciclo de la Pasión y Muerte se cierra. Por el Portillo
de los Calceteros, en otro siglo lejano, cuando al paso del Cristo de la
Expiración se obró el milagro que cuenta la leyenda o, quién sabe, si una
crónica verbal y certera. O cuando la Virgen del Desconsuelo cruza, de vuelta,
el umbral y las puertas del Salvador se crujen. He de confesarlo, ese es mi
momento de la Semana Santa, del año y casi de mi vida. El coro eleva los cantos
al cielo y el templo parece un arca renovada donde confesar los pecados, dar
las gracias por lo vivido, reverdecer la esperanza. Y es entonces cuando sé que
no ha muerto porque su Sepulcro está vacío, esperando al Domingo, cuando la
tristeza es alegría y empezamos a contar los días de nuevo.
Quedan segundos y una eternidad de sentidos expuestos al
infinito. Disfruten sin medida de la Semana Santa.
Blas Jesús Muñoz