Dinamizar la cultura de un pueblo
hasta el extremo de transformarla supone una tarea de años, cuando no de
siglos. Los procesos de inculturación resultan tan complejos que adentrarse en
ellos e intentar modificarlos desde fuera parece harto improbable.
Por ello, a la costumbre se la
denomina así y, cuando se va modelando, llega al punto de potenciar sus vicios
y obviar sus virtudes.
Aquí. En este país. En esta
región. En esta ciudad... La raigambre de nuestra historia nos habla de
monarcas nefastos, de peores gobernantes y de una sociedad castigada en los
siglos que nos dieron la gloria terrena de poseer el mundo. Y, mientras al
norte de nuestra frontera los ciudadanos florecían al porvenir y se
relacionaban con sus iguales, en nuestro sur infinito la oscuridad se cernía
entre el hambre y la envidia del que comía. Así, esa oscuridad nos fue
cercenando el ánimo y nos llevó a denunciar al vecino a la primera oportunidad
que se nos presentaba; a dejarnos seducir por una vida impresa tras el visillo, sin caer en la cuenta de que, en algún momento, todo se
volvería en nuestra contra.
Los siglos avanzaron y la
inquisición perdió su miedo a las puertas del siglo XIX, pero su poso de calumnia quedó con
nosotros para siempre.
Y aun hoy sigue intacto en
nuestras manos. Las mismas con las que nos enfrentamos al teclado y soltamos
por las redes sociales la mala sangre como en una guerra mafiosa, de medio pelo. Y
leemos improperios de todo tipo que no tendríamos el valor de soltar frente a
frente, cuando la mirada se sostiene y se ata el nudo a la garganta.
Entonces, el muro de Facebook o
el retweet ya no son como la barra del bar donde el alcohol nos hincha el pecho
y con los amigos ponemos al enemigo, que no está allí por supuesto, como
creemos que merece. Pero es un merecimiento cobarde y viciado porque en su cara
nada diremos y buscaremos a un tercero para asegurarnos que le llegue nuestra
bilis.
Esos son los acosadores -cobardes
e ignorantes- que no merecen estas líneas más que por el gusto de calificar su
carestía de todo cuanto hace de una persona un ser sublime.
Pero hay otros. Peores porque van
más tapados aun en su ser pusilánime. Ellos están -o eso se creen- por encima.
Pero saben que no es verdad y su frustración los conduce al mismo error que a
los anteriores y caen a la arena digital sin remisión. Ellos guardan la esencia
y la verdad de las cosas. Los que no se atreven a la crítica abierta porque eso
les delataría y les haría perder su estatus de autoconvencidos prohombres. De vez en vez, nos regalan un racimo de su esencia, pero no tienen la menor credibilidad, pues sus silencios cómplices los condenan. Y, si la cosa se torciera y las aguas se revolvieran, no duden que cambiarían el discurso, igual que hacen cada cierto tiempo como si las hemerotecas no existiesen.
Estos últimos siguen ahondando en
el agravamiento de esta cultura tan nuestra y tan cainita. Ellos lo saben, pero
como buenos acomodaticios, a falta del lugar que merecen, no están dispuestos a
perder el que tienen. Ellos son felices con un cuarto de hora feliz en una
ciudad minúscula que vive de su historia. Pero ellos y sus ancestros son los que
posibilitaron que nuestra historia reciente sea un solar que lleva tres siglos
de desventaja con la ciudad que está tan cerca y tan lejos. Pero seguirán con sus
parrafadas de esencia y estilo y señalando - en privado, faltaría- con el dedo
a quien saque los pies de su tiesto.
Bufones grotescos de una representación manida porque, pese a ellos, el mundo avanza y, algún día, la utopía puede que sea realidad y ya jamás tengan cabida en ella, aunque resulte más generosa de lo que ellos fueron.
Ahí están el acoso y sus acosadores.
Los que hicieron de Córdoba un solar que se vanagloria de su propia ruina.
Blas Jesús Muñoz