Todos tenemos una primera vez. Un instante que, aunque no sea el primero, tenemos la certeza de que marcó los que vendrían. Decía mi admirado Javier Tafur que el olor a tierra mojada nos devuelve a la infancia y no le faltaba razón. A mi, cuando de camino a Málaga se cuela en el coche el aroma de una almazara de la campiña, el reloj retrocede insumiso y la mirada miope de aquel niño regresa con ese escalofrío de aquella madrugada.
La casa en penumbras de albor de Viernes Santo. El corazón pequeño a punto de estallar. La túnica morada, los guantes blancos, la capa marfil, la cruz de Santiago al hombro. Solo me faltaba el cíngulo anudado para sentirme un superhombre. Y ese ritual que ya nunca se fue lo culminaban las manos de mi abuela.
Luego, inserto en la procesión, al llegar a la confluencia entre el Llano de la Cruz y la calle Ancha, el Nazareno repartía sus dones como Dios que era y, ella, con aquellos ojos tan azules, tan intensos, que jamás fueron glaciales... Lo miraba como si sus pupilas hablasen otro idioma, ajeno al mundo. Yo la observaba desde mi sitio, en silencio, intentando comprender algo que aun hoy me cuesta.
No es nada especial. Lo sé. Pero ese fue el primer momento, el mío propio. Luego el tiempo, tan bandolero, quiso alejarme de aquel ayer que ya no puede volver sino en mi memoria. Sin embargo, no es tan ladrón y deja que el corazón vuelva de vez en cuando.
No sé si ella me estará viendo escribir estas líneas con mi hijo durmiendo sobre el pecho. No sé si él, algún día, poseerá un instante porque sea cofrade, que ya lo es, pues la cruz de Jerusalén vela sus sueños infinitos al pie de su cuna. Pero ese instante espero que Marcos pueda contárselo porque ya es suyo.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio Mis instantes favoritos: La Virgen del Tránsito