En el calendario de los más de
siete siglos y medio de Omnium Sanctorum hay una fecha especialmente dramática,
el 18 de julio de 1936, que redujo el templo a la cáscara de sus muros y partió
su historia por la mitad. Ardió en el incendio provocado por la barbarie
republicana el día del Alzamiento militar gran parte del patrimonio que la
iglesia gótico mudéjar fue cobijando desde que entras la Reconquista fuera
fundada por Fernando III en 1249 y erigida sobre una antigua mezquita almohade,
que sufrió su primera reforma gracias a una dotación de Pedro I el Cruel tras
el terremoto de 1356.
La parroquia y sus bienes
muebles, tal y como hoy se conservan, son el fruto del empeño del que fue su
párroco en aquellos tiempos de la Guerra Civil y la posguerra, Antonio Tineo
Lara, quien rellenó el templo, el primero de los quemados en el 1936 y el
primero reabierto al culto, el 12 de octubre de 1940, que volvió a recibir a la
Virgen de Todos los Santos en su regreso en procesión triunfal desde San
Lorenzo, donde se había cobijado.
Tineo Lara -cuenta el actual
párroco, Pedro Juan Álvarez, también abad de la Universidad de Curas y San Pedo
Ad Vincula como él- se colocó delante de su iglesia de Herrera para impedir que
la quemaran en aquellos sucesos injustificables que arrasaron con una
importantísima e insustituible parte del patrimonio religioso del país. Con
igual decisión emprendió la tarea de traer a Omnium Sanctorum desde retablos
hasta imágenes «de acarreo», obras en su mayoría recuperadas de iglesias y
conventos quemados a lo largo de toda la geografía de la provincia de Sevilla
durante aquella barbarie. Ahí están, entre otros, en el modelo armado por el
párroco, el altar barroco de San José y el de San Antonio, procedentes de
Osuna, el que cobija al Sagrado Corazón, de Herrera; de Estepa, al igual que
todas las pinturas, del XVIII, que cuelgan de los muros, que se trajeron o
fueron donadas.
En la parroquia, el fuego se
comió artesonados, enseres, imágenes, retablos, los archivos… todo aquello que
no pudo poner a salvo ni el sacristán, Francisco Plaza Rodríguez, en la húmeda
cripta del templo o en los altos del mercado vecino. Sí que se ocupó del mayor
y más intocable tesoro: Jesús Sacramentado, que sorteó la barbarie que se aproximaba
oculto bajo lechugas en un cesto que llevó en una peligrosa, íntima y
emocionante procesión en solitario hasta San Lorenzo. Hoy ambos, el cura y el
sacristán reposan por derecho en el templo de Todos los Santos, como auténticos
héroes de aquellos violentos tiempos, en los que también previsoramente fueron
escondidos en los titulares de la Sagrada Cena, que ya nunca volverían a Omnium
Sanctorum y harían suya la sede actual de Los Terceros.
Hoy podemos ver a la Virgen de
Todos los Santos bajo el templete neobarroco, de José Paz Campano, inspirado en
el baldaquino de la basílica de San Pedro, que sustituyó al retablo de estuco
del finales del XVIII calcinado en el 36, que quizá, como muchos autores
sostienen no tenia gran valor, y que respondía a una Real orden de Carlos III
de acabar con el barroco e imponer el neoclásico. Las llamas destruyeron
riqueza, patrimonio e historia pura, como la que atesoraba el pendón verde con
las tres medias lunas arrebatado al moro por Alfonso X, cuyo trasunto en forma
de gallardete cuelga de la torre de sebkas del templo en las grandes
celebraciones, y que enarbolaron en la revuelta del pan, la asonada de los
vecinos hambrientos del barrio de la Feria en 1521, cuando una libra de carne
de perro valía 45 maravedíes. Precisamente este pendón del motín, es el que ven
algunos historiadores como inspirador de la bandera de Andalucía.
De 1936 pululan para la memoria
algunas fotografías ominosas de cómo quedó la iglesia, como la que hay
enmarcada en la sacristía. Su reconstrucción arquitectónica estuvo manos del
arquitecto Juan Talavera y su financiación, a cargo de los donativos de vecinos
que, humildes, que fueron aportando lo poco que tenían. Pedro Juan Álvarez, en
su empeño de preservar el recuerdo, ha recuperado, el original de la
estampación con el que se agradecía los óbolos de la gente.
Omnium Sanctorum, monumento
histórico artístico nacional desde 1931, es pura historia. Junto con Santa
María es el templo más alto y más grande del gótico mudéjar sevillano, tan
olvidado frente al barroco, con tanto peso en el barrio y en las propias
cofradías, pues no hay que olvidar que en él, en 1340 se fundó la Hermandad de
Jesús Nazareno, que hizo su primera procesión en 1356 por los campos extramuros
de la ciudad.
En la lectura que puede hacerse
entre el mortero y el único resto de yesería mudéjar que ha sobrevivido en un
arquito de la nave de la Epístola, muy cerca del Cristo de la Buena Muerte, de
la transición del gótico al renacimiento, procedente de la trianera parroquia
de Santa Ana, donde era conocido como el de la «Venia», pues los sacerdotes al
salir de la sacristía e pedían permiso para decir misa.
Los anales de este templo, con
bellísima torre alminar rematada posteriormente por un cupulín de azulejería,
están ligados a los Guzmanes del vecino Palacio de los Marqueses de la Algaba,
patronos del altar mayor, que accedían a una tribuna para oír misa por un paso
elevado o arquillo, del que sólo queda el testimonio de un grabado del viajero
Richard Ford de 1831; igualmente a la familia Cervantes, patrona de la capilla
bautismal, o los Sánchez Dalp, que donaron, por ejemplo, el rosetón y las
vidrieras que iluminan los ventanales góticos, que entraron de milagro desde
Francia en 1938.