Durante el presente curso hemos asistido a un delirio que, más que de aires de grandeza, roza el surrealismo, la pena o la vergüenza ajena. Quise guardar este artículo para el final de la serie porque, puestos a ser delirantes, mejor acabar con una traca final o un solo de corneta.
Durante los últimos años hemos asistido al florecimiento, como los champiñones mágicos de Super Mario, de bandas y agrupaciones en una proporción -casi- de una de cada tres bandas por hermandad penitencial. Y no es algo necesariamente malo. Sin embargo, en esa proporción resalta a la vista el hecho de que una banda necesita integrantes que, si hacemos las cuentas, en comparación con el número de hermanos que visten la túnica en algunas de esas cofradías, que acogen bandas en su seno, el resultado y la progresión deberían ser, al menos, preocupantes.
Pero el curso ha dado para más que un análisis, filosófico o moral, sobre el trasfondo de lo que está acontenciendo en una realidad que, parece, nos negamos a ver. Y esa realidad nos habla de fichajes, desmentidos, comunicados, contratos y preacuerdos.
Luego como para no decir que el mal no nos lo buscamos nosotros. Hace un mes o dos leía un buen artículo que hablaba del boom musical y los pasos en falso que conllevaba. De aquellas líneas se desprendía parte de razón y parte de confusión, pues al llevar implícita la crítica a los ofrecimientos, el articulista seguramente no esperaba que una formación muy admirada por él, en apenas unos días, hiciera la misma oferta que un supermercado con un dos por uno. Lástima que no cuajara y que las cofradías aun no sean un mercado minorista, aunque bien poco les falte.
El curso que acaba deja en cuadro a una agrupación musical y en un insinuado declive a una banda de cornetas de la ciudad. Los datos, para el que proteste, son datos y hablan de lo que hablan. No son opinables, sí interpretables.
Alguna que otra formación va en ascenso a ocupar el sitio que las reinantes dejaron. Pero, cuidado, el período de inter regno no tiene porque ser extenso y, en esta ciudad, gusta aquello de hundir a unos y alzar a otros por puro placer y, por tanto, a los que alzaron de segundas que no piensen que su éxito será eterno.
Aunque también es bueno tener presente que quienes cayeron, o están en proceso, su parte de culpa habrán tenido. Un ejemplo, elegir sistemáticamente piezas en su repertorio opuestas a las hermandades en las que tocan.
Por si esto fuera poco, hay músicos que, si por ellos fuera, más allá de autoconvencerse de que ellos son los redescubridores de Gámez o De la Vega, se pondrían en un púlpito y dictarían la ley sagrada de la música procesional. Beigbeder y Farfán, dos comparsas. Músicos que juegan a políticos en alguna que otra hermandad en lugar de componer algo más que piezas que solo cobrarán fama en algún disco prácticamente autoeditado. Músicos que en su cofradía, alegre y popular, por su santo y unívoco criterio la convierten en un paseo fúnebre porque ellos son así y Marvizón es un don nadie y Farfán un viejo y la verdad -la suya- habrá que ir a preguntársela como quienes buscan amores van a San Antonio.
Un curso en el que se añoran a directores como Gutiérrez Juan o Gómez Calado, mientras otros echan ya de menos contratos y algunos el estilo musical que los dirigentes de su hermandad les arrebataron. Y otros, aunque lo nieguen, empiezan a sentir el escalofrío del miedo.
Blas Jesús Muñoz
Recordatorio El Análisis: Papá quiero ser nazareno