La conciencia es uno de
los conceptos o fenómenos más complejos de definir, su significado es
considerado uno de los grandes enigmas de la humanidad. Continuamente se hace referencia
a ella de distintas formas y en ambientes muy diversos, con sentidos también
discordantes.
La Filosofía considera que la conciencia es la facultad humana para
decidir acciones y hacerse responsable de las consecuencias de acuerdo a la
concepción del bien y del mal. De esta manera, la conciencia sería un concepto
moral que pertenece al ámbito de la ética.
Para la Psicología, la conciencia es
un estado del conocimiento que permite que una persona interactúe e interprete lo
que conocemos como la realidad. Si una persona no tiene
conciencia, se encuentra desconectada de la realidad y no percibe lo realizado.
Hace
poco un grupo de científicos de la Universidad de Oxford
ha descubierto la parte del cerebro donde se encuentra la conciencia humana. Según
los investigadores, la voz de la
conciencia se encuentra en la corteza prefrontal, una región del cerebro. Pues bien, los científicos creen que esta región es la fuente de la
voz interior que nos azuza cuando nos inclinamos a tomar decisiones que
nosotros mismos consideramos malas o buenas.
Pero no se inquiete, querido
lector, no pretendo realizar una exposición científica en este candil de hoy,
tan solo intento reflexionar sobre la honorabilidad y la rectitud, sobre la
conciencia moral con la que actuamos dentro de este ámbito cofrade que, el que
más y el que menos, no perdemos de vista.
Pienso
que el ser humano tiene capacidad para comportarse moralmente, llevando a cabo
actos elegidos de forma libre, reflexionados racionalmente, asumiendo la responsabilidad
de sus consecuencias gracias a que posee lo que se conoce como conciencia moral, una capacidad
exclusivamente humana que nos hace aptos para distinguir entre lo correcto y lo
incorrecto, lo bueno y lo malo y que es capaz de juzgar nuestros propios hechos,
nos permite saber íntimamente si actuamos bien o no, produciendo sentimientos
de satisfacción o remordimientos y que es la que nos hace sentirnos
responsables de las consecuencias de nuestras acciones.
Teniendo
esto en cuenta, la moralidad constituye uno de los elementos esenciales de
todas las religiones, las cuales se ocupan de sus límites, tratando de definir
lo lícito o lo ilícito dentro de cada una de ellas. La conciencia es testigo, fiscal y juez de nuestros
actos y de nuestros motivos. Nos orienta al tomar decisiones y nos indica
si el camino que pensamos seguir es bueno o no. Nuestra realización personal
exige coherencia y madurez. Para ello nuestro obrar debería buscar ensalzar los
valores morales y las normas establecidas como aquello que nos lleve hacia Dios
en la esfera de nuestras Hermandades.
El hombre es plenamente
libre cuando elige lo que es bueno para sí mismo y para los demás; es decir lo
justo, lo verdadero, lo que agrada a Dios, pero puede
también escoger beneficios aparentes o falsos y optar contra sí mismo eligiendo
el mal, lo que nos daña. En esta categoría podrían entrar los “tarados morales”,
los que niegan los principios éticos. Esta es una manera cobarde de escaparse
de toda responsabilidad delante de Dios y de la sociedad. Y es que, a veces, la moralidad
no siempre funciona como es debido, la conciencia de muchos está, a todos
los efectos, muerta. No siente ningún dolor. Por eso se queda muda cada
vez que hacen algo innoble; no les avisa ni les produce
remordimiento, culpabilidad o vergüenza.
La
conciencia no es la misma para todos, porque cada uno de nosotros hemos
adoptado unos valores, una filosofía de vida. Es única, como únicos somos cada
uno de nosotros. Una buena conciencia puede compararse a una tierra fértil que
ha sido limpiada, desalojando piedras y mala hierba, para que produzca
una buena cosecha.
Como decía Martin
Luther King: “Tarde o temprano los seres humanos serán juzgados, no por el
color de su piel, sino por el color de su conciencia”.
Mª del Carmen Hinojo
Rojas
Recordatorio El Candil: Sepulcros blanqueados