El ser humano a pesar de ser creación de Dios a su imagen y semejanza, santo porque santo es su Creador, al punto que San Pablo y algunos otros apóstoles señalaron que: "el hombre es la locura de Dios, pero una locura de amor, que por eso no lo dejó perecer por su transgresión en el edén, y que por ello envió a su hijo Jesús de Nazaret para pagar nuestros pecados y hacernos dignos ante la presencia de Dios y para poder ganar el reino de los cielos”, pues bien, a pesar de todas estas características positivas, el hombre, en su forma de actuar no deja de incurrir en conflictos, acontecimientos censurables y reñidos en principio con todo designio de Dios así como con la moral, la ética, la justicia, la verdad y todos aquellos valores que edifican y ensalzan la naturaleza humana y divina del hombre.
Estos razonamientos no serían auténticos si no tenemos en cuenta que el hombre fue dotado por Dios de libre albedrío, de discernimiento, de la capacidad de elegir sus pensamientos, sus palabras, sus acciones, sus actitudes, sus percepciones de la realidad, de un proceder, de una forma de conducirse con los miembros de su entorno, de la sociedad, de la colectividad y las consecuencias que se generan de las mismas.
Las leyes divinas y humanas nos advierten que todos somos iguales pero realmente esta igualdad es el resultado final del reconocimiento de la desigualdad de los hombres. Cuando Dios creó al hombre, lo creó de una manera particular, única, exclusiva y lo dotó de un alma que es inmortal, esa exclusividad le atribuye al hombre un perfil, unas particularidades, una personalidad que lo hace distinto al resto de los demás hombres. Por ello es cierto afirmar coloquialmente que “cuando Dios creó al hombre rompió el molde”. La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su estirpe, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúan los mediocres intelectuales.
El hombre es responsable de sus propios actos y éstos tienen su origen en su capacidad para elegir lo que considera moral, ético y ajustado a sus propios intereses. Y es precisamente en este último aspecto en el cual el hombre comienza una larga carrera de errores, de omisiones, de la comisión de hechos que no son conformes ni a la palabra de Dios, ni a los intereses trascendentes y más supremos de la sociedad, de la humanidad y de la justicia.
La causa fundamental de que plantee este tema es la situación que viven las Cofradías en la actualidad, en las que la mediocridad intelectual parece ser el distintivo de la mayor parte de los integrantes de esta élite, puedo dar fe de ello. La envidia, la incapacidad, la soberbia que oculta una ignorancia supina, el reconocimiento engañoso del triunfo de los demás, los que utilizan la escalera del oportunismo y no los peldaños del esfuerzo, de la perseverancia y del trabajo productivo constituyen los retratos que exhiben sin pudor alguno nuestras Hermandades y, a menudo, con la anuencia y el silencio cómplice de quienes tienen la responsabilidad de dirigir los destinos de estas casas superiores y de las jerarquías más relevantes. Se trata de un ambiente invadido por mediocres intelectuales, que mediante el engaño y el fraude pretenden ocupar posiciones de notorio y destacado reconocimiento.
El mediocre es dócil, maleable, ignorante, carente de personalidad, contrario a la perfección, cómplice de los intereses creados que lo hacen borrego del rebaño social. Los mediocres no son genios, ni héroes ni santos. Según el filósofo y sociólogo José Ingenieros: “En el verdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos locos”. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas: "Puedo concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos concebirlo".
Al rodearse las Cofradías (peor aún, plagarse) de gente mediocre, incapaz de perfeccionarse, de pensar con mente propia, éstas corren un gravísimo peligro para su superación y evolución, tanto individual como colectiva. La sociedad y nuestras Hermandades no necesitan de personas ignorantes, miedosas o ciegas a la realidad, al contrario, precisan de mentes con pensamientos ricos en evolución y progreso. El avance debe ser proporcional a lo que se siente pero también a lo que se piensa. Progreso es, pues, ir hacia delante. Avanzar hacia algo mejor sin olvidar lo bueno y positivo de nuestros predecesores.
Mª del Carmen Hinojo Rojas
Recordatorio El Candil: Natividad de María