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lunes, 8 de diciembre de 2014

El cáliz de Claudio: La Semana Santa sin Juan de Mesa


La sola luz de los cirios iluminaba la capilla. Fuera, aun no había amanecido la mañana de aquel 8 de diciembre del año de 1638. Solitario, en uno de los bancos, su mirada solo podía buscar en vertical la de aquella Imagen a la que, años atrás, había visto cobrar forma. Sobre la madera, al lado justo de su pierna izquierda, los lomos de piel de un pergamino enlazado sobre el que se dibujaban unas letras de sinuosa caligrafía: Vida y obra de Juan de Mesa y Velasco. Sin embargo, su atención, sus manos enlazadas la una a la otra, la mirada vidriosa, la piel erizada, todo orbitaba en torno a Aquel Hombre, a aquella representación de Dios mismo.

Llegó al oratorio de Santa María del Valle para cumplir el último requisito de comprobar todas y cada una de las tallas que había realizado su amigo. Nunca pensó que, ante aquella, sufriera una conmoción así. Los recuerdos fueron brotando en una danza ritual, diáfana, tan natural como si siempre huniese sido así. Iba para dos décadas el tiempo en que su hechura cobrara forma en el taller de San Martín, cuando los síntomas de la enfermedad de Juan anunciara el desenlace que vendría. Recordó cómo la madera iba descubriendo su contorno, sus formas exactas, aquel rostro que ahora lo impelía, lo llamaba por su nombre y le hacía comprender cosas que nunca antes habían sido.

Susurró el nombre de su amigo y sus facciones, la manera en que se abstraía mirando la madera, los días en que el ánimo se le destemplaba, cuando de alguna imagen sacaba la espina que era propia, esa que no le permitía dejar descendencia en esta tierra, esa que lo condenaba con un mal que lo llevaría con el Padre antes del tiempo que hubiese deseado. A cada encargo, el dramatismo era mayor. Y la debilidad y la fuerza se conjugaban en el aliento del hombre que sabe que fue llamado a una misión. Sus manos se afilaban, huesudas, tensas en busca de la forma, de la verdad que aguarda tras el espejo de la realidad.

De repente, recordó las fiebres del último día y rompió a llorar. Había transcurrido el tiempo, mas el recuerdo de su amigo siempre habitaría dentro de sí. 

Sus ojos se centraron en Él y Él le devolvió el gesto y sintió como sus pupilas parecían derretirse. Sintió que no era el mismo que salió del taller de Juan. Ahora, más allá de una escultura, se había tornado en un hombre, un amigo comprensivo. En el Hijo de Dios que, casi, pareciera salir de su ara hacia él para susurrarle: "siempre he estado aquí. Esperándote".

Al salir, supo que, por una minúscula fracción, allí dentro, el tiempo y el espacio se habían detenido. Con el manuscrito bajo el brazo, palpó la faltriquera de la que sacó una pequeña ramita de azahar. Seguía intacta, mantenía aquel aroma de la primavera lejana en que el Señor fue hecho. Regresó a la capilla y la depositó junto a sus pies, mientras musitó como pudo su particular oración. "Es tuya, Señor. Te pertenece. Siempre creí que eras solo madera y pinturas... y me has hecho comprender mi propia realidad en un instante. Gracias, amigo. Gracias, Jesús mío del Gran Poder.


Blas Jesús Muñoz









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